SOBRE ENCUENTROS META-SENSORIALES
Un maleficio para el boticario de Upala.
Dr. Luis Montoya Salas
Comunicólogo
La pastora doña M….. que ministra en un centro cristiano al norte de la capital no esperó a que me sentara. Apenas entré a su oficina me dijo: Antes de empezar las tres sesiones de la ministración quiero contarle algo que le aconteció a mi familia y que a la larga me arrastró hasta aquí.
Usted es el primero que sabe de esto. He esperado más de 15 años para compartir este fardo con alguien más. He soportado una tortura constante pues en las noches me vienen a la mente las imágenes del brujo en el cementerio, las de mi madre tirada en su cama enfundada en su vestido de novia y las de mi padre diletante, con movimientos mecánicos, incoherentes, sin palabras para expresar sus sentimientos.
Doña M… no me advirtió que se tratara de algún secreto. Sin embargo, al igual que la pastora esperó, yo me guardé aquellos hechos, para el momento propicio.
Las coincidencias siempre tienen alguna pincelada de curiosidad. Y como si se tratara de estímulos que abren otras dimensiones, tres años después de esta primera reunión con la pastora M… yo experimentaría un encuentro meta-sensorial en el Coco´s Bar de San Jorge de Upala. El día tal yo me quedé a dormir en el bar que había tomado en arriendo. De todos modos, otras tantas noches había dormido en los lugares más inverosímiles.
Cerca de las 3 de la madrugada me invade un cosquilleo adormecedor en todo el cuerpo, empezando por los dedos de las manos, como si me hubieran prensado dos pinzas conectadas al mayor voltaje soportable de la corriente eléctrica. Me levanto de la cama desubicado, como zombi, sin capacidad para pronunciar palabra, ni de racionalizar la situación. Siento todo el cuerpo herizado por el miedo y sólo tengo fuerzas para llamar a mi casa distante 12 kms. pidiendo que me saquen de ese lugar. Fue la segunda vez que conocí los límites soportables del miedo. Con sus taquicardias, sus combinaciones de frío y calor extremos, más la sensación de impotencia, fragilidad, soledad, pavor. Y sobretodo, su parálisis.
A medida que la pastora doña M… de 60 años me narra los hechos su rostro sufre cierta metamorfosis: por instantes es terror, luego, dolor, seguido de soledad y hasta de angustia. Y cada una se marca claramente en sus cejas, en sus labios, en lo tenso de sus mandíbulas y en la mirada.
Interiormente, ella debía sentir lo mismo que yo sentí durante varias noches después de mi expulsión meta-sensorial del Coco´s Bar. Pues el espíritu del Coco´s me siguió hasta mi casa y me atormentó durante unos 20 días más hasta que desapareció al enfrentarlo con el poder de Jesucristo mediante oraciones y meditación.
Sí me parecía extraño que doña M…. hubiera ministrado por muchos años a tantos espíritus desfallecidos y no hubiera podido resolver su propio dilema. Quizás por eso me escogió a mí, para ejercer por algunas horas su función desde el centro cristiano.
Cinco años atrás yo había dejado mi ateísmo, al bautizarme como cristiano. Pero aun ciertos espíritus de adicción me perseguían, tal y como Jesús predicó en Mateo 12: 43 y 44: “cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla entonces dice: volveré a mi casa de donde salí”.
En alguna Palabra del culto del domingo escuché sobre el poder de la ministración para encontrar la paz interior, mediante la liberación de las ataduras históricas. Y en otra Palabra de otro culto dominical, de seguro recomendaron el nombre de la pastora que ahora estaba frente a mí.
Así empezó la pastora doña M… su relato: “ Nací y viví en Upala, hasta la muerte de mis padres. Tenía 20 años cuando me casé, porque las mujeres upaleñas de esa época no teníamos otra alternativa. Para consumar el matrimonio católico tuve que trasladarme en carreta hasta Cañas, sóla con mi esposo. El viaje de ida y vuelta tardó 15 días. Por aquellos años (1970) aquí no había iglesia ni cura, ni vías de comunicación con Guanacaste ni con el Valle Central. Nicaragua era la única opción para el comercio y para enfrentar los problemas de salud. De allá venían los médicos para atender los partos y los casos de enfermos graves. Una vez al mes volaba la avioneta desde Cañas y traía los medicamentos de la botica de mi padre, así como los comestibles y habituallamientos de la casa. Mi madre se encargaba de las labores hogareñas y ayudaba también a mi padre en la limpieza y organización de la botica.
“Al regresar a Upala luego de la luna de miel y del largo viaje noté ciertos cambios en la manera de comportarse de mi madre. Parecía cansada y distraída. Y lo que nunca acontecía, la casa estaba muy sucia, al igual que los platos. Le pregunté qué pasaba y sólo atinó a alzar sus hombros. Yo cogí la escoba, lavé los platos y fui a buscar a mi padre a la botica. El también se comportaba de manera extraña. Su mirada estaba perdida y sólo se expresaba con gestos y sonidos guturales.
Mis padres siempre habían sido muy apegados, muy cariñosos, muy chiniadores entre sí y conmigo. Y al verlos así, indiferentes, encerrados en sus propios mundos como si fueran desconocidos, me preocupé. Intenté averigüar qué había pasado, pero ninguno de los dos pudo explicarme nada, simplemente porque su realidad había sido distorsionada.
“Esperé varias semanas para tratar de comprender la situación. Pero con los días aumentaban los síntomas de indolencia, abandono, descuido, irresponsabilidad para con la casa y con la botica. Una mañana, cerca de las 11 encontré a mi madre postrada en cama durmiendo con el vestido de novia. Estaba perdida, hablando incoherencias. Su rostro estaba más pálido que de costumbre; y de seguro que no se había duchado en varios días. Mi padre, por lo general siempre alegre y comunicativo, estaba huraño y ensimismado. Y en la botica campeaba el desorden, la escasez de medicamentos, el polvo, las telarañas.
“¿Qué sucedió durante mi ausencia?. Recurrí a los dos tíos más cercanos y en pocas palabras me explicaron lo ocurrido. En mi ausencia, mi padre contrató como empleada doméstica a una indígena miskita, de las costas caribeñas nicaragüenses, de quien se enamoró, al instante. Mi madre los encontró en la cama matrimonial y obligó a mi padre a despedirla. Y mientras la empleada salía de la casa gritaba amenazas para destruirnos. El idilio durá apenas dos semanas.
“Pero el problema no solo estaba en la casa y en la botica. Mi padre también negociaba con ganado: cerdos, vacas, caballos. Todos los días el administrador de la finca reportaba la muerte de algunas reses; los cerdos se resfriaban y luego morían. Las cabezas de las vacas se enganchaban en las cercas, o se les quebraban las patas al bajar del camión de la subasta; los caballos se arrodillaban y ya no se levantaban más. Por primera vez sentimos en carne propia un estado, una situación incomprensible e inexplicable de ruina. Nos sentíamos impotentes para hacerle frente a todo aquello.
“Muchos sacerdotes bendijeron la casa. Se rezaron decenas de rosarios, se hicieron jornadas de oración. Pero nada cambió.
“Fueron 12 años de mi vida de dolor, amargura, soledad, miedo, impotencia. Mis padres ya no trabajaban. Ahora atendían la botica por costumbre, pues casi no tenían nada qué ofrecer. Los clientes se corrieron. Yo alquilé, con mi esposo, una casa distante 5 kilómetros. Con mi madre se rompió la comunicación, pues todo el tiempo lo pasaba en su cama siempre con el vestido blanco de matrimonio y una muñeca con la que conversaba como si yo aun fuera su bebé. Mi padre en cambio, tenía brevísimos momentos de lucidez que aprovechábamos para recordar cómo era antes nuestra vida familiar y de ahí sacar alguna explicaciones de lo que acontecía en el presente. Pero esto nunca fue posible.
“Una tarde se presentó a mi casa un señor en un estado de salud deplorable. Tendría unos 70 años. Vestía pantalón negro, camisa blanca a la usanza del campo y un gran sombrero negro de fieltro de ala ancha. Su altura sería de 1,70 metros. Su rostro, al igual que su cuerpo era de un color negro brillante. Sus ojos estaban hundidos en unas cuencas de las que colgaban unas bolsas negras y arrugadas. A pesar de su negritud, sus ojeras le hacían parecerse a un oso panda. Con voz agitada y palabras entrecortadas me dijo: Señora, necesito su perdón para poder morir en paz. Siempre me he dedicado a curar con hierbas. Hago también maleficios por encargo. Y hace 12 años una de mis sobrinas me contrató para hacerle un trabajo a una familia que la humillaba siempre, la esclavizaba y la despidió sin pagarle un cinco, según ella me contó. Yo hice el trabajo y me regresé a Nicaragua. Después de un tiempo visité en su botica a mi amigo de la infancia, de juegos de dominó y ajedrez y encontré el local casi en ruinas; y don Antonio, el boticario ya no era la misma persona alegre, conversadora, siempre abierto al saludo. Me pregunté entonces, si el encargo de mi sobrina era en contra de su familia. Busqué a mi sobrina para saber más; y en efecto, había dañado la vida de mi único y mejor amigo de infancia. La busqué a usted de primero, porque no podría darle la cara a don Antonio y su esposa. No me fue fácil encontrarla porque en el pueblo nadie quiere hablar nada sobre su desgracia. Y durante el tiempo de la búsqueda los espíritus que invoqué ahora me atormentaban con mucha agresividad y me robaban la vida, de a poquitos. Necesito el perdón de su familia, antes de destruir el maleficio. Tengo miedo por la reacción de tu padre cuando se entere que yo soy el responsable de su situación y la de su familia. Por eso deben llevar a los policías del pueblo para que no le permitan a don Antonio sacar la cutacha con la que es muy diestro matando cerdos. Sólo así podré desenterrar del cementerio la brujería que les hice. Es indispensable que todos, tu padre, tu madre y usted me acompañen, les guste o no, crean o no. Si están de acuerdo, debemos ir el martes al cementerio a la medianoche. Su madre debe llevar el vestido de novia pues mi sobrina lo usó para que se terminara el matrimonio, la noche en que su papá cometió adulterio.
“Fijamos el día, a la hora indicada. Nos presentamos en el cementerio. El brujo extrajo un recipiente de una tumba que ya estaba abierta. Hizo sus invocaciones. Al instante, todos sentimos un aire fresco, una profunda emoción, una gran paz y lloramos durante largo rato. Hasta mi papá de quien esperábamos una violenta reacción miró al brujo y lo saludó con el afecto que siempre le guardó.
“Regresamos a casa. Por primera vez en varios años, mi madre dormía plácidamente. Al día siguiente se despertó y preguntó por qué la casa estaba tan sucia; fue a la botica y no se explicaba por qué estaba en ruinas. Limpiaron el local, reconstruyeron las partes dañadas.
“Pero mi padre adquirió conciencia del estado económico y anímico en que se encontraba. No tenía con qué levantar el negocio y entró en una depresión que lo llevó durante varios años al hospital. Entraba, se mejoraba y sin la menor explicación recaía. Mi madre asumió la situación con una actitud más firme, propositiva y retadora. Y aunque lo intentaron todo para revertir la situación, ya el sello de la maldad había dejado su marca indeleble.
“Mi padre murió 6 años después de la limpia por parte del brujo. Mi madre logró sobrevivir 5 años más. Pero sus muertes marcaron mi derrotero. Debía luchar contra la maldad, con la cobertura del Espíritu Santo, desde una iglesia de gran poder. Me bauticé en la Iglesia cristiana y comprendí que debía abandonar Upala”.
Y por esas coincidencias del destino, 5 años antes de emigrar a Upala, la pastora M… ya me alertaba, sin saberlo, ni ella ni yo, de lo que encontraría en el cantón 13 de Alajuela. Sólo que para entonces, no tenía ojos para ver, ni oídos para oir…
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