EL GUARDAMETA.
Luis Montoya Salas
(Comunicólogo)
Por los años 50 del siglo pasado, dos escuelas de San José, opuestas en la composición de sus alumnos, de su dinámica, estructura administrativa y recursos económicos mantuvieron una relación institucional que el personal y los alumnos vivían intensamente. La Juan Rudín, situada en los alrededores de la Catedral Metropolitana; y más hacia el noreste, la Escuela Virgen Poderosa que ocupaba el sector suroeste del Hospicio de Huérfanos, frente al costado norte de la “Northern”, antiguo ferrocarril al Atlántico.
Por alguna razón, que no alcanzo a precisar, una vez al año la Juan Rudín rendía visita a la Virgen Poderosa. Y se presentaba con todas sus galas: desfile de banderas, con banda incluida tronando y retumbando por todos los pasillos del Hospicio. Era un día de festival, con actividades culturales, deportivas y una comilona de arroz con pollo y papas fritas tan soberana que más de uno terminaba en la madrugada pujando el vómito o soltando la diarrea.
Y al día siguiente y por una vez al año, había algo diferente qué comentar.
Pero nada comparable, con la épica construida alrededor del partido de fútbol que enfrentaba a ambas escuelas.
Después de los desfiles y saludos de las autoridades, los techos, las ventanas, algún montículo de la huerta, las verjas, el tanque de almacenamiento de agua; todo, alrededor del patio mayor de unos 30 metros de largo por 15 de ancho construido de pura piedra labrada, servía de gradería para observar el espectáculo. Ese día valía por todo el año. Hasta el portón de la huerta que daba al exterior siempre cerrado cedía al gozo que embargaba a la comunidad hospiciana para hacer partícipes a los vecinos de aquella fiesta futbolera. No existía el riesgo de fuga. No ese día.
El árbitro, un profesor de Educación Física de la Juan Rudín sonó el silbato. Y el grito que siguió debió escucharse en San Pedro, en La Sabana, en los barrios del Sur. Patadas al balón iban y venían. Un balón de cuero con su tripa de cerdo inflada y sostenida con una coyunda que podía soltarse y producir marcas como penitentes latigazos.
En un instante, la bola golpea el travesaño de madera. Un silencio, el rebote sobre la línea de gol y el guardameta que en una irracional atajada apenas si la desvía con las uñas lanzándose al suelo de piedra sobre la esquina inferior derecha de su portería. ¡Tiro de esquina!
Era la primera vez en varios años que la Juan Rudín no le ganaba a la Virgen Poderosa. El partido quedó empatado a 0 goles. Y al final, el guardameta terminó en el hospital con heridas en rodillas, puños y rostro.
Por una sola vez, el guardameta había salvado la honra, el ego del colectivo, demostrando cuánto orgullo podía encerrar el pecho de un hospiciano.
A partir de entonces, aquel muchacho pasó del anonimato al liderazgo titular del equipo de fútbol de la Virgen Poderosa para cuanto partido se jugara en la plaza Roosevelt, en la Sabana, en el Cocal de Puntarenas, entre otros lugares.
Muchos años después lo vi por los alrededores del parque Morazán. Rememoramos ese día. El agradecimiento a la vida por aquella única oportunidad se derretía en lágrimas. Sólo eso quería, debía y podía agradecer, pues en su ingenuidad se dejó embelesar por cuatro de sus amigos; y un día de tantos se fugó del Hospicio para crear, juntos, un equipo de fútbol.
Pronto los encontraron y terminaron en el Reformatorio Soldatti. Y de ahí a las calles y a la delincuencia sólo hubo un dejo de distancia.
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