Un armario, un radio Telefunken y un reloj de bolsillo a cambio de un lote.
Cuando mi padre murió todo su patrimonio se redujo a un reloj de plata, de bolsillo, muy preciado para él, un armario de dos cuerpos de fina madera; un aparato de radio que yo veía inmeso, marca Telefunken de banda larga en el que escuchábamos las radionovelas de las 7 de la noche, después del rosario: el Capitán Sylver, Prudencia Griffel y hasta las 9 de la noche, cuando ponía música como "cierto pajarillo en la mañana, herido fue a caer a mi ventana, yo me compadecí del pajarillo y le di la libertad que le faltaba". Creo que esta canción es de Julio Jaramillo y Las monjas del Hospicio nos reunieron a los tres hermanos y nos comentaron que venderían estos objetos y con la suma, nos comprarían una propiedad por el lado de Coronado. Sólo nos daban por informados, pues al ser menores de edad ¿qué otra cosa podríamos hacer?. No tuvimos participación alguna en el proceso. Sólo nos enteramos, meses después, que la venta de la propiedad había sido una estafa.
Recuerdo, desde luego, el olor a pino del armario, con muy poca ropa guindada. Aunque siempre su brocha para la barba y la loción Yardley. Ah, y su inseparable guitarra que mi padre rasgaba cuando tenía sus tragos de alcohol en el buche. Y sabíamos que estaba tomado pues sólo en esos momentos nos abrazaba a sus hijos y nos cantaba una canción, para mí inolvidable: "Mañanita, mañanita, mañanita de placer, así estaba mi mañana cuando te empecé a querer" Entonces, tan cerca estaba de nosotros su olor a alcohol como los pelillos de su barba que restregaba en nuestros rostros, con cierta rabiosa felicidad.
De los tres bienes de mi padre, sólo añoré la radio. A tal extremo que con mi primer sueldo de misceláneo en el Almacén El Caballito de la Avenida Central, cerca de la Cañada me compré un radio portátil Telefunken rojo, con un sonido prístino que siempre me acompañaba los fines de semana cuando iba de paseo al Country Club de Alajauela, el de los pobres. Siempre preferí los closets a los armarios; pero por esas ironías de la vida, aquí, en Upala debo utilizar un armario de
esos que se deshacen con el primer aguacero, pues su material es de aserrín, aunque cuestan casi 100 mil colones.
Este episodio de mi vida parece haber sido premonitorio, pues nunca me apegué a la tierra, no fue mi ilusión ahorrar para comprarme un terrenito, mientras pude, mientras gané suficiente para comprarlo. Hasta el final de mis días, cuando viajo a menudo a San José y veo cómo el bus devora cientos de cientos de hectáreas que parecieran no tener dueño esperando a que la suerte me favorezca para poder comprar alguna pequeña propiedad para heredar a mis hijas. Hasta ahora caigo en la cuenta que en mi profundo inconsciente había tomado una decisión idiota que procuro exorcisar cada vez que me enfrento a esas grandes inmensidades de verdor, árboles y pastura.
Recuerdo, desde luego, el olor a pino del armario, con muy poca ropa guindada. Aunque siempre su brocha para la barba y la loción Yardley. Ah, y su inseparable guitarra que mi padre rasgaba cuando tenía sus tragos de alcohol en el buche. Y sabíamos que estaba tomado pues sólo en esos momentos nos abrazaba a sus hijos y nos cantaba una canción, para mí inolvidable: "Mañanita, mañanita, mañanita de placer, así estaba mi mañana cuando te empecé a querer" Entonces, tan cerca estaba de nosotros su olor a alcohol como los pelillos de su barba que restregaba en nuestros rostros, con cierta rabiosa felicidad.
De los tres bienes de mi padre, sólo añoré la radio. A tal extremo que con mi primer sueldo de misceláneo en el Almacén El Caballito de la Avenida Central, cerca de la Cañada me compré un radio portátil Telefunken rojo, con un sonido prístino que siempre me acompañaba los fines de semana cuando iba de paseo al Country Club de Alajauela, el de los pobres. Siempre preferí los closets a los armarios; pero por esas ironías de la vida, aquí, en Upala debo utilizar un armario de
esos que se deshacen con el primer aguacero, pues su material es de aserrín, aunque cuestan casi 100 mil colones.
Este episodio de mi vida parece haber sido premonitorio, pues nunca me apegué a la tierra, no fue mi ilusión ahorrar para comprarme un terrenito, mientras pude, mientras gané suficiente para comprarlo. Hasta el final de mis días, cuando viajo a menudo a San José y veo cómo el bus devora cientos de cientos de hectáreas que parecieran no tener dueño esperando a que la suerte me favorezca para poder comprar alguna pequeña propiedad para heredar a mis hijas. Hasta ahora caigo en la cuenta que en mi profundo inconsciente había tomado una decisión idiota que procuro exorcisar cada vez que me enfrento a esas grandes inmensidades de verdor, árboles y pastura.
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