sábado, 20 de julio de 2013

LOS TICOS O EL SÍMIL DE LA OSTRA DEVORADORA

TICOS EN PARÍS…
Dr.  Luis Montoya Salas
“Los ticos somos como una perla preciosa  en el fondo de una ostra; pero…..”

“A cualquier lugar del mundo al que vayas, encontrarás  un tico”.
Esta frase la escuché, por primera vez, a principios de los años 80, en boca de algunos ticos que visitaban el apartamento que, en París, compartía con mi ex esposa y nuestra hija, de apenas 2 años.  Contaban, entre otras historias, el caso de un tico que oficiaba de faquir, encantador de serpientes,  en las  calles de Bagdad.   
Quienes viajaban a menudo comentaban, que los ticos eran fáciles de identificar en los aviones de LACSA (la aerolínea  más utilizada gracias a su bandera nacional). Esta empresa  obsequiaba   licores   en sus vuelos; y los ticos de pico flojo se emborrachaban  y armaban una  algarabía con sus “ticos, ticoooooooos” en coro,  sin considerar la idiosincrasia de los otros pasajeros. 
Hace 30 años era difícil  atravesar “el charco” (el Océano Atlántico) para realizar estudios especializados en alguna universidad europea.  Yo tuve la dicha de ser el primer bachiller de la  Escuela de Periodismo en dar el gran salto. Obtuve una beca por 4 años para especializarme  en comunicación audiovisual.
 Escogí París, porque en los cursos de francés que seguí en la Alianza Francesa proyectaban unos filmes en blanco y negro con un dominante color sepia cuyos  efectos de luz le imprimían al ambiente un aire de misteriosa nostalgia. Sin duda,  en alguna vida anterior  había estado ahí, mirando  las sombras grises del imponente Trocadéro,  muy cerca de la  Tour Eiffel. Y Le Panthéon me abría sus puertas para desfilar ante los féretros de las grandes personalidades de la literatura, la ciencia,  la política francesa. 
Las notas agudas demolían  mis neuronas envolviéndome en una profunda e inexplicable emoción.   
 A medida que el narrador francés describía las imágenes,  las luces  de un blanco intenso irradiando de los faroles a lo largo de las anchas avenidas  le imprimían vida  a los vehículos modelo 50, 60 que dejaban sutiles estelas,  perdiéndose  en la neblina de la noche. Y las sombras de los  árboles adquirían formas de  soldados,  guardianes de la Ciudad de la Luz” . Los edificios,  silueteados en negro adquirían una dignidad, una majestuosidad pero al mismo tiempo un misterio que estimulaba a buscar en sus adentros recónditos secretos.  Y  al tiempo que los bateaux mouches ,  esos barcos  turísticos con techo transparente   transportaban incansables por el río Sena a los turistas recién venidos, la música, con sus predominantes  notas agudas demolía mis neuronas envolviéndome en una profunda e inexplicable emoción.    

Nos dejó en un hotelito cerca del Parc Montsourí  en el barrio 12 de París
Por aquellos años, la UCR desconocía la existencia  de universidades francesas que enseñaran comunicación, periodismo  en televisión, o comunicación audiovisual. La Embajada de Francia, tampoco tenía información. Nunca antes, nadie había intentado optar por una beca en el extranjero. Y no era porque no las hubiera. Sencillamente, no había oferentes.
 El Agregado cultural de Francia M. Moirin, un señor ya entrado en años, excombatiente de la I Guerra Mundial, de voz gangosa por su adicción a la pipa, de ojos  enrojecidos y  vidriosos y cabello canoso enseñaba literatura francesa en la Escuela de Lenguas Modernas. Mr. Moirin  me recomendó llamar a un becado de la Facultad de Economía de la UCR. Después de varios días de intentarlo al fin lo logré. En 1976, sólo existía el teléfono y las llamadas al extranjero eran costosas. Porque el correo tardaba varios meses en su viaje de ida y vuelta.  La conversación fue breve y  sólo se comprometió  a esperarnos  en el Aeropuerto Charles De Gaulle. No tenía ni tiempo ni interés en averiguar nada sobre universidades que enseñaran periodismo.  
En tales condiciones,  sin saber en cuál universidad matricularme  abordé el avión con mi familia, en agosto de 1976.  Ya en el aeropuerto,  el profesor de economía  nos llevó a un pequeño hotel cerca del Parc Montsourí  en el barrio 12 de París. Al día siguiente nos invitó a su apartamento para tomar el café. Después de ese acontecimiento, sólo nos dejó un trauma que nos acompañaría durante los primeros meses: “Aquí, la gente es muy delicada con la bulla en la noche. Procuren que su hija no llore porque los pueden echar del hotel”.
Sin ayuda de nadie y perdiéndome tan a menudo como la complejidad del Metro parisino lo exigía aprendí  a desplazarme por sus túneles.  También en solitario, debí recorrer universidades en busca de la carrera para la cual había sido becado. Sólo también, debí sobrevivir con mi ex esposa e hija. La ruta fue larga, estresante y difícil, al estilo empirista de ensayo y error.
  Años más tarde volví a ver  al primer tico que me recibió en París.  Enseñaba Principios de economía  y lo conocían como “el mamador”, pues  todos los alumnos le tenían miedo. Se comentaba que desde la primera lección señalaba con el dedo quiénes pasarían, unos 10 de  75. Amargado, tacaño, empresario hotelero, invivible.
El voto estudiantil y el de algunos profesores  intentaron expulsarme de la dirección de la ECCC.
Acepté la beca porque era una oportunidad única. Competí con un colega con mejores credenciales universitarias que las mías. Aquel era licenciado. Yo, apenas bachiller. Sin embargo, mi contrincante no gozaba de la simpatía del director. Yo, por mi cuenta había iniciado gestiones ante la Embajada de Francia para obtener un complemento de beca. Con esta carta negocié la beca ante la UCR. 
Viajé,  convencido de la sólida formación académica recibida en la Escuela de Periodismo. Sin embargo, muy lejos estaba de llenar el perfil de exigencia de la Universidad de Nanterre  (París X)  y del Instituto Francés de Prensa, adscrito a la Universidad de La Sorbona.  La  aureola de fama que acompañaba a la UCR era  una farsa. Al menos, en el área de la comunicación.  Por estas razones no pude concluir el doctorado en los 4 años previstos. Apenas logré una maestría y un D.E.A. (Diploma de estudios profundos) que me daba derecho a un posterior doctorado. Pero para algunos colegas de la ECCC que recibieron la hospitalidad de mi hogar en París esos títulos eran insuficientes. Esos mismos colegas endosarían, más tarde, un voto de censura gestado por los estudiantes siendo yo, en 1992, director de la ECCC.
El voto estudiantil y de algunos profesores pretendía expulsarme de la dirección, por haber permitido el ingreso de 29 estudiantes que no alcanzaron por algunas milésimas, el promedio exigido de 90. Yo estaba convencido que las materias escogidas por la Asamblea de escuela para establecer el promedio ponderado de ingreso no estaban a la altura del nivel de exigencia de otras carreras con cupo restringido. Introducción a la sociología, Introducción a la computación, por ejemplo, no podían compararse con los requisitos exigidos por la Escuela de Cómputo, de Medicina, las Ingenierías, por citar algunas. De manera que calificar a la ECCC de una de las mejores por los promedios ponderados exigidos era un espejismo. Por otra parte, las políticas de la UCR,  de los años 90  con Luis Garita como rector apuntaban a abrir las aulas universitarias a un mayor número de estudiantes. Si bien se trataba de asuntos de política nacional, favorecía a los estudiantes con altos promedios. Pero el egoísmo de la dirigencia estudiantil, compartido por profesores de la ECCC que se creían el sumun de la inteligencia  pretendió prevalecer sobre  las expectativas de 29 estudiantes. Al final, con el apoyo de la Rectoría los 29 ingresaron y la ECCC recibió, a cambio, más tiempos completos, mejor equipamiento radiofónico y televisual para los cursos prácticos.  
Entre tanto, yo debí regresar a París en 1982-83. Esta vez viajé  sólo y mi estadía tomó un año, hasta obtener, ahora sí, el doctorado en ciencias de la expresión y la comunicación. La UCR me dio permiso con goce de salario y yo obtuve una beca de la OCDE, gracias a la ayuda del director de la ECCC de entonces, Mario Cordero.
Más de uno lloró la ausencia de Mamá.
En París, conocí el grado de dependencia que los ticos tienen de la Madre Patria, del hogar, del agua dulce, del gallo pinto, de la olla de carne. Es una dependencia umbilical mayúscula de la madre biológica. Hasta los ticos emperifollados y con apellidos de alcurnia  que desfilaron por nuestro apartamento situado en las afueras de París, una “banlieu” de obreros subvencionada por el Estado  sentían la nostalgia de la Madre Patria (es decir, de Mamá) y se refugiaban en nuestro hogar (calor alrededor del fuego  en el que se calientan los alimentos).  Más de uno lloró la ausencia de Mamá. Un sociólogo, de alto renombre en Costa Rica nos dejó como  recuerdo, además de sus  nostálgicas lágrimas,  sendas vomitadas por la combinación de tamal de chancho, guaro  Cacique y vino pinaut.
Los ticos nos visitaban en Navidad y el Día de la Madre. Aprovechábamos el envío de café, arroz, frijoles, masa para tortillas, tapa de dulce  y algún litro de Cacique que  mis suegros  (de entonces) nos  enviaban por medio de algún tico que viajaba a París. Para entonces, la vigilancia  fitosanitaria  en los aeropuertos era laxa, pues no existían las epidemias de fiebres con nombres variados, ni atentados terroristas. Eran años de gran abundancia en Europa y EEUU, aunque en nuestro país, el dólar  incrementó su valor en un 400% : de 8 colones por $1   pasó a  20  por $1 en 1992 y después fue aumentando hasta alcanzar los 500 colones por $1 de hoy.
Así desfilaron semióticos, connotados médicos, sociólogos, historiadores…
Nunca antes había salido de Tiquicia por más de 15 días.  Tampoco tenía por costumbre recibir visitas en mi casa, pues al no haberme criado en un hogar convencional durante mi niñez y adolescencia tampoco tuve la experiencia de compartir y socializar. De manera que al estar en un país extraño, sólo con mi ex -esposa y una hija, dependiendo exclusivamente de mi  beca universitaria, las visitas de paisanos significaban un momento especial para compartir vivencias de la lejana Tiquicia. Y de verdad que nos esmerábamos por ofrecer a nuestros anfitriones las mejores  atenciones.
Así desfilaron semióticos, médicos connotados, historiadores, sociólogos de apellidos reconocidos en el mundillo intelectual, abogados, lingüistas, etc.
Recuerdo el caso de un médico de honorable familia que nos visitaba a menudo a la hora de la cena porque su esposa no sabía cocinar (en Tiquicia tenía empleada pero no pudo llevarla porque el monto de la beca aumentaba significativamente y luego debía pagar la diferencia)  Después supe que prefería ahorrar en comida para comprarse un vehículo nuevo que podía luego importar sin impuestos, para  pasear por toda Europa, como en efecto lo hizo con su esposa e hijos y para regresar a Tiquicia en el período de vacaciones de invierno.
Médicos, historiadores, semióticos, abogados regresaron a Costa Rica con sendos títulos de doctores y ocuparon puestos de liderazgo en la UCR, en hospitales y montaron sus consultorios privados dejando atrás, en el olvido, los momentos de nostalgia y abrigo que encontraron en nuestro apartamento.
Ya en Costa Rica,  adoptaron sus verdaderos roles. Con grandes dificultades, un saludo y nada más. No recuerdo haber recibido de parte de alguno de ellos  una visita en nuestra humilde casa. Menos aun, un consejo para insertarme de nuevo en la Universidad de Costa Rica. Y cuando por asuntos de salud debí consultar a alguno de los médicos amigos de París,  el trato fue despectivo.
A decir verdad,  mi mayúscula ingenuidad me sirvió de caparazón para defenderme de  alguna que otra humillación o “chinita”.  Y seguí remando solo, como había aprendido a hacerlo desde mi más temprana adolescencia.
Los ticos somos como la perla escondida en la ostra.
 A partir de mi  experiencia en París  construí un concepto de la idiosincrasia tica utilizando  la metáfora de la perla dentro de la ostra. Esta metáfora se la expliqué a un colega iraní recién venido de Alemania, contratado por el director de turno de la ECCC. Resulta que este profesor, ya entrado en años  tenía asegurada su cátedra en una universidad alemana. Pero por alguna inexplicable razón, pues el profesor iraní no hablaba nada de español  apareció un día dictando un curso de periodismo en la ECCC.  Le ofrecieron  La Seca y la Meca y el profesor iraní creyó tales ofrecimientos.  Renunció a su cátedra en la universidad alemana y se trasladó a Costa Rica con su esposa costarricense. Pero en el momento de las decisiones, las condiciones de contratación propuestas  no correspondieron con la promesa del director.
 Yo me explico esta situación de la siguiente manera, le comenté al profesor iraní:   “los ticos somos como la perla escondida en la ostra. Brilla, atrae, se muestra en todo su esplendor. Es apetecida y el extranjero queda  cegado por su belleza. Pero luego, cuando la ostra se cierra,  ese extranjero nunca entiende qué pasó con su vida, en sus relaciones sociales con los ticos”.
Algunas personas  enfrentamos procesos de aprendizaje más largos, pesados, intensos, complejos y  dolorosos que otros. Como sucede con  una espada forjada en el yunque a punta de golpe y fuego.  Cada acontecimiento vivido en el momento no es percibido en todas sus posteriores implicaciones. Son respuestas inmediatas de sobrevivencia en las cuales se invierte toda la energía para ocuparnos en preocuparnos, como un karma arrastrado por generaciones. No obstante, los residuos de tales vivencias se van acumulando en nuestro inconsciente y son los que nos permiten enfrentar experiencias idénticas posteriores. Pero sobre todo, constituye el bagaje de experiencia que  trasmitiremos a nuestros hijos para  evitarles  procesos largos, intensos y dolorosos. Así, ellos  se economizan el tiempo invertido por sus progenitores  para adquirir experiencia y solo les resta disfrutar con plenitud a partir de los esfuerzos y sacrificios de sus padres.  Esta es, para mí, la principal función del hogar integrado, estable, armonioso, el primer eslabón de la construcción social de un Estado saludable emocionalmente, que  permita a todos sus habitantes disfrutar de la distribución equitativa de la riqueza, sin egoísmos, sin trampas, sin hipocresía.
En mi caso particular, creo que pude economizarme muchas de las experiencias aquí narradas, si hubiera contado con un hogar  que me transmitiera las vivencias de mis mayores.  Porque nada es más doloroso, con el transcurrir de los años que equivocarse sólo, si nadie con quien compartir, a priori, las decisiones de vida cotidiana que debemos tomar.
Ahí está, creo yo, el meollo de la estabilidad emocional y el disfrute pleno, con calidad de vida, de los integrantes de la sociedad. Es la inmensa ventaja que aporta la familia a sus hijos: la transmisión de experiencias, con sus avatares, acompañada de la seguridad de encontrar a alguien emocionalmente presente que estará ahí para responder con aplomo y amor a las  dudas existenciales y a las decisiones banales (analogonluis@yahoo.es)

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