ESCLAVOS DE LA PIEDRA.
(Historias de vida, circunstancias del tiempo)
Dr. Luis Montoya Salas
Comunicólogo
Jorge marcó el celular que Ana le dio. Dos días después se reunían con el propietario de la lechería La Piedra, en algún lugar del extenso Guanacaste. Hablaron de las condiciones laborales y salariales. La pareja trabajaría, inicialmente, de 4 a 8 de la mañana ordeñando vacas; y lo mismo debía hacer de 4 de la tarde a 8 de la noche. Por este trabajo ganarían 80 mil colones quincenales cada uno, a razón de 8 horas diarias. Durante las primeras semanas se entrenarían para asumir posteriormente la administración de una nueva lechería, con un mejor salario.
4:00 de la tarde. Ana terminó sus compras semanales en el centro de Upala, tal y como lo hacía cada sábado. Sólo le faltaba tomarse su cafecito con empanada de queso, para abordar el bus de San Gabriel, de regreso a casa.
De pronto, como si aquella hoja pegada en la pared de la soda le hiciera señas, esta mujer de 38 años se sintió atraída por el texto: “Se necesita pareja joven para trabajar en lechería. Interesados llamar al teléfono……”
Durante el recorrido de 30 minutos, Ana meditó: Esto no es coincidencia. Debe ser la respuesta de mi Dios a las promesas que le hice de dejar el cigarrillo, la cerveza y hasta el karaoke. Aquí está el trabajito que espero desde hace muchos años para vivir una comodidad humilde, junto a mis hijas.
Ana no esperó hasta llegar a la casa para contarle a Jorge, su compañero, acerca del aviso. Lo llamó de inmediato: - “Llame a este celular para averiguar detalles y luego conversamos…”
Jorge es oriundo de Pital, Trabajó desde los 12 años con su padre, un astuto negociante y contratista de maderas y tubérculos. Por esta circunstancia, sólo cursó hasta tercer año de primaria. Y mientras su padre perdía millones de colones, por culpa del alcohol, Jorge llevaba el sustento familiar trabajando en una piñera, desde los 16 años.
Ana tenía 9 años cuando su madre se la trajo como “mojada”, desde Nicaragua. Huían de la revuelta sandinista durante la década perdida en la Centro América de los 80. Toda la región, con excepción de Costa Rica, ardía en guerras civiles provocadas por dictaduras militares de derecha, con el apoyo económico y militar del ex presidente Ronald Reagan.
La travesía de Ana por la inhóspita montaña fronteriza demoró cerca de 200 días con sus horas, minutos y segundos, cada uno marcado por la sobrevivencia ante los ataques de la Contra, de los piricuacos; de las mordeduras de serpientes, las picaduras de mosquitos, pulgas y piojos, cuando no de los ataques de neumonía, pulmonía, asma, diarreas, pues dormían a la intemperie recibiendo en sus cuerpos las lluvias torrenciales e interminables de la zona norte; y comían lo que la montaña les diera: guineos, mangos, naranjas, yuca… Al “coyote” le pagaron con la venta de las joyas de su madre y hasta compraron una mula que no les duró más de dos semanas, pues debieron matarla, para no morir de hambre.
Con su status de refugiada, la madre de Ana pudo escoger entre Canadá, EEUU y Costa Rica para vivir. Pero prefirió quedarse cerquita de su Nicaragüita, pues albergaba la fe en un pronto regreso. La acogida que al principio Costa Rica brindó a los emigrantes cegó la intuición racional y calculadora de la madre de Ana respecto de las oportunidades que estos países ofrecían.
Así, una decisión inocentemente distorsionada por el entorno caótico de la guerra, originó la escalada de desventuras que llevarían a Ana, desde la casa de una reconocida periodista presentadora de noticias en la cual trabajaba como empleada doméstica, hasta la cárcel, acusada injustamente, del robo de las joyas de aquella.
Ana se fugó de la cárcel de menores, antes de cumplir su condena y trabajó en oficios domésticos; también, como vendedora de paquetes turísticos que resultaron ser una estafa y en restaurantes y bares. Hasta que un día se hartó del San José de noche y decidió refugiarse en el campo. Viajó a Pital para visitar a una prima.
Jorge y Ana se conocieron en el Bar Las 4 esquinas de PItal. Era una noche septembrina coronada por un torrencial aguacero. Ambos escampaban ahí y entablaron conversación. Así, Ana supo que a Jorge lo habían despedido de la piñera y sus padres tampoco lo querían en la casa.
Dos historias de vida se habían encontrado en circunstancias de tiempo trazadas quizás, muchos años antes, por el destino. Ahí acordaron que algún día viajarían a Upala a buscar nuevas oportunidades.
Ana, al igual que Jorge, sólo tenía estudios básicos de primara. Esta condición limitaba sus posibilidades de trabajo en otros lugares que no fueran las piñeras, los bares y las sodas. Y en esos tres campos trabajaron por temporada, hasta que aquella hoja blanca en la pared de una soda upaleña les abrió las puertas de la esperanza.
Jorge marcó el celular que Ana le dio. Dos días después se reunían con el propietario de la lechería La Piedra, en algún lugar del extenso Guanacaste. Hablaron de las condiciones laborales y salariales. La pareja trabajaría, inicialmente, de 4 a 8 de la mañana ordeñando vacas; y lo mismo debía hacer de 4 de la tarde a 8 de la noche. Por este trabajo ganarían 80 mil colones quincenales cada uno, a razón de 8 horas diarias. Durante las primeras semanas se entrenarían para asumir posteriormente la administración de una nueva lechería, con un mejor salario.
Esta conversación entusiasmó a Ana y Jorge. Regresaron a su casa ilusionados por iniciar, ahora sí, un proyecto de vida más firme y estable.
Semanas antes, Jorge había sido despedido y recontratado en una piñera. Esto causó envidias y rencillas de sus superiores inmediatos, expresadas en forma de acoso laboral. La situación llegó al extremo de la amenaza de un nuevo y tempranero despido. Lógico es pensar que Jorge alimentara la ilusión de sentar reales en otro lugar.
Ana nunca devengó salario fijo. Tampoco cotizó para el seguro. Tenía ahora, por primera vez, la oportunidad de hacer algo más útil y productivo de su vida. Jorge estaba desesperado por salir de aquel ambiente laboral negativo. Era necesario, como nunca antes, que el trabajo en la lechería se hiciera realidad.
Al fin, el dueño de la lechería aceptó emplearlos y les envió un camión para que transportaran sus enseres desde Upala, hasta su nuevo hogar.
Jorge renunció a la piñera, con el aire del conquistador de nuevos lares. Una semana después empacaron sus escasas pertenencias y partieron. Orgullosos y emocionados por la decisión tomada, se despidieron de amigos y parientes. Ahora Upala estaba muy lejos, en sus pensamientos y emociones.
Llegaron a la lechería a las 6 de la tarde, en domingo. Un corto recibimiento por parte de la esposa del propietario. Al día siguiente visitaron el lugar de trabajo, pero nadie les explicó qué y cómo debían hacer. Ana debió aprender preguntando a quien no era su jefe inmediato, pues desde el momento en que la vio, éste le dijo: “yo con usted no quiero nada”.
Hasta el martes empezó el ordeño. La pareja recién llegada no tenía prisa, pues sus planes eran quedarse ahí por muchos años. “Aquí tenemos empleados que llevan hasta 10 años, les comentó el patrón, asegurándoles que tendrían trabajo para rato. Al día siguiente, el patrón le asignó a Jorge, además del ordeño, la custodia de la bodega, la limpieza de la piscina, y trabajos misceláneos. Ana se quedó en la lechería. Ese día, el patrón cambió las reglas del juego. Ahora, Ana ordeñaría vacas; y además, debía atender a la esposa del dueño. Así debió cocinar y preparar la mesa para unos invitados que llegaron a la finca, en helicóptero. Se trataba de uno de los hombres más ricos del país, quien comentó de manera descuidada, haber perdido más de 100 millones de colones en un negocio.
Ese día, Ana solo descansó 2 horas de las 7 que debía esperar para el turno de las 4:00 -8:00 p.m. En un solo un día, la pareja recién llegada pasaba a trabajar 12 horas diarias. El mismo número de horas que trabajaron, hasta que llegó la nefasta y desastrosa mañana del sábado.
A gritos y con brincos desaforados por la ira, el patrón llamó a Jorge para despedirlo, porque “le caía mal su manera de ser”; y porque, “al no entregar a tiempo un material de construcción, los operarios pasaron de vagos y él perdió mucho dinero” No aceptó las explicaciones de Jorge, quien trató de contactarlo por teléfono durante toda la mañana, para comentarle que había perdido las llaves de la bodega; pero su celular estaba apagado. ¿Y por qué no lo buscó en la casa? Le preguntó Ana. Porque me tenían prohibido abandonar el trabajo, respondió Jorge. Pero el dueño de la lechería fue más allá: los amenazó con rebajarles del salario, el pago del alquiler del camión que les prestó para traerlos desde Upala y la reposición de las llaves perdidas.
Cuando Ana se enteró del despido de Jorge quedó atónita, paralizada, sin habla y casi sin aliento. No podía creerlo y menos entenderlo. Se puso pálida y su corazón latió con la fuerza del miedo. ¿Qué? atinó a gritar. ¡Imposible! Hace apenas unas horas, la patrona me comentó que nos entrenaban para administrar la nueva lechería…
Ana no pudo dormir esa noche y llamó, de nuevo a Dios: “Sabes cuánto he soportado, desde que mi madre me trajo a este país. ¿Debo seguir recibiendo garrote? Y a esta pregunta recibió una respuesta inesperada. Por primera vez en toda su vida, Ana recibía una noticia de tal magnitud e implicaciones con una actitud pausada y objetiva. En lugar de darle rienda suelta a su ira y emprenderla a gritos con los patrones, como tenía costumbre, repasó la situación y estudió las posibilidades de liberarse de la trampa que les tendían: Los despidió, pero al mismo tiempo, les ofreció una alternativa temporal: contratarlos por 15 días, mientras conseguían otro trabajo. Desocuparían la casa que habitaban cuando llegaron y se mudarían a otra más al fondo de la finca de 2,000 hectáreas de tierra. Y ahora se encargarían de labores agrícolas en el campo, con un salario inferior: 300 colones la hora. Comprendió que no podía seguir así, sometida a los vaivenes del estado de ánimo de otra persona igual a ella, sólo que con poder económico. Y con la fortaleza que todas las humillaciones recibidas durante su vida le transmitieron y que Ana no había demostrado le dijo al patrón: “Ustedes me cambiaron las reglas del juego. Así no se vale. Y hoy mismo nos vamos”.
Al instante, el rostro del patrón se tiñó de un rojo intenso y las venas de ambos lados del cuello se le embotaron de sangre. Por segunda vez daba brinquitos de ira y se llevaba las manos a la cabeza para jalarse las pocas mechas que tenía.
Ana madrugó, pero no para ordeñar vacas. Aunque sus días laborales también contemplaban 3 domingos al mes y un domingo libre. En cambio, debió preparar su regreso a Upala a la cual apenas una semana antes había renunciado. El patrón llegó temprano para amenazarlos: “Desalojan con todos sus chunches antes de las 2 de la tarde, o los saco yo con la policía. Y juéguensela para llevarse sus cosas, porque no les pagaré ni un centavo”.
Jorge y Ana no tenían ni un centavo en la bolsa. Sólo contaban con la fe en Dios. Caminaron una hora hasta el centro de población y ahí contrataron un camión que les cobró 75,000 colones. Con amigos upaleños consiguieron, de palabra, el dinero, para el retorno.
La pareja recién llegada fue obligada por el capricho del patrón a esperar hasta las 5 de la tarde. Pero como no quería pagarles Jorge lo buscó y lo emplazó. Sólo les dio 50 mil colones: 25 mil colones a cada uno por el trabajo de 4 días de 10 horas diarias. Es decir, el promedio de 40 horas de trabajo por cada uno, para un total de 8 días de 20 horas diarias; o lo que es lo mismo, 80 horas de trabajo por los dos, a razón de 250 colones la hora por cada uno. Estos no habían sido los términos acordados en la primera y única cita que tuvieron con el dueño de la lechería La Piedra. Por eso, de continuar ahí, entre más horas trabajaran menos ganarían, proporcionalmente. Y como a los 50 mil colones debieron agregarle 25 mil colones prestados, no solo no ganaron nada sino que dejaron de percibir más de 30 mil colones, más 16 horas de trabajo entre los dos, que le “donaron” a su ex patrón. ¿Podrían cobrar legalmente esas horas y esa suma en los tribunales de Trabajo? Algunas personas que anteriormente trabajaron para ese patrón les aconsejaron no perder el tiempo, pues su apellido era uno de los más influyentes de la región.
Flor y Jorge regresaron a Upala, con sus ilusiones destrozadas. Ni en los peores trabajos que desempeñaron duraron tan pocos días. Jamás imaginaron que el costo en energías y desgaste emocional de dejar todo en Upala se esfumaría en sólo 4 días. Aquel adagio popular según el cual los tratos se sellan con el pelo de un bigote quedó enterrado por el polvo pertinaz que inundaba toda la casa y toda la zona, con sus fuertes vendavales. Jorge y Ana recurrieron a amigos para que les averiguaran si todo cuanto acontecía era legal, o si podían entablar juicio. Pero por tratarse de 4 días de trabajo, sólo tenían derecho al seguro y al salario y ninguna otra indemnización por el viaje, ni por la ruptura intempestiva del contrato verbal. Tampoco el patrón tenía la obligación de resarcirles nada por concepto de daño material y moral.
Ana y Jorge no eran los primeros (ni serían los últimos y únicos) que caían en la trampa perversa urdida por este señor, portador de uno de los apellidos más aristocráticos del país y dueño de una inmensa fortuna, según les contaron en el centro de población. Primero los endulzaba con la promesa de prepararlos para administrar la nueva lechería. Se aseguraba que no tuvieran recursos, ni medios ni posibilidades de retornar a su lugar de origen. Y después, los despedía, al tiempo que les ofrecía otra oportunidad, en el campo, con un salario inferior y con más horas de trabajo y un solo domingo libre, al mes.
Ana y Jorge habían recorrido mucho camino como para aceptar esa nueva oferta de hambre y esclavitud. Y a diferencia de los otros 8 trabajadores que ahí quedaron, la mayoría de ellos indocumentados, Ana y Jorge prefirieron enfrentar la burla, la humillación, el robo, el engaño, el desprecio, el mal trato y groserías de parte de un señor aparentemente honorable y de palabra con todo y el daño colateral de los efectos de esta violenta y negativa experiencia sobre su estima, que continuar ahí, con la incertidumbre pendiente sobre sus ilusiones. Pues si a escasos 4 días de trabajo los despedía, ¿qué no podría hacer más adelante?
Así, Ana y Jorge dejaron atrás la experiencia más dura, intensa y breve de sus vidas.
En cuanto al dueño de esta lechería, aunque nada le falta, se consume en una inexplicable amargura que lo hace irascible e irracional, como si el amor por la vida lo hubiera abandonado, hace muchos años (analogonluis@yahoo.es)
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