jueves, 12 de agosto de 2021

Historias de vida, circunstancias del tiempo. ACOSO EN EL CUARTO PISO DEL EDIFICIO DE AULAS. DIGO: “PIROPOS” Dr. Luis Montoya Salas, comunicólogo. Punset, E. (2008) en su obra Por qué somos como somos no comprende (y nosotros con él) “cómo los seres humanos durante los años 70-80 (lo que fue una fuente de amargura indecible) logramos sobrevivir sin saber nunca qué nos pasaba dentro, por qué nos comportábamos como lo hacíamos cuando estábamos emocionados, acosados por el miedo o la indiferencia. Estábamos como dormidos, éramos autómatas manejados por hilos invisibles. ¿Adormecimiento en respuesta a los efectos de dos guerras mundiales? ¿A la gran depresión y a la influencia inconsciente del miedo circulando por el mundo a causa de la Guerra Fría? Lo cierto es que nuestra actitud, nuestro comportamiento era primitivo y por tanto mecánico. En ese entonces, para catedráticos universitarios el acoso era una forma de piropear a las estudiantes. Recién llegado de Francia, a principios de los 80 me integro a la Escuela de Periodismo, conocida como ECCC. Nunca antes había enseñado, pues siempre fui funcionario administrativo; en cuenta Administrador del Semanario Universidad. Me asignaron una oficina en el cuarto piso del antes conocido Edificio de aulas. En el corredor se escuchaban frecuentes piropos emanados, en su origen, de unos ojos con anteojos fisgones trasladados a labios que espetaban frases lascivas del tipo “…hoy escondes un hilo dental rojo” ummmmm O bien, “qué faldita más provocadora y sexy”; o “por encima de tu blusa se te ven esos talladorcitos blancos”, etc. Esas frases martillaban mis oídos en una disonancia sin par; pues mi proceso socializador se alimentó de rosarios y misas. Particularmente de las misas de todos los días a las 6 a.mcuando tenía enfrente la imagen sacra de la Virgen Poderosa; mirada lánguida, melancólica casi, con mejillas siempre de un rosado fresco y mañanero, sus cabellos escondidos por un velo blanco sostenido por una corona dorada que también cubría todo su cuerpo. Siempre creí estar enamorado de la Virgen de mi infancia. Ella me extendía sus brazos llenos de rayos de luz, pequeñas bombillas colgando hasta la base de la estatua. De tanto mirarla, en una capilla cargada de olores a incienso, a perfumes finos de las damas que asistían a misa, de música sacra emanando del viejo órgano de la capilla, en la edad de la curiosa e instintiva búsqueda en el imaginario del complemento genético parental… nació en mí una obsesión por buscar en todas las mujeres esas proyecciones místicas que las hacían intocables, respetadas, protegidas, inalcanzables. Sí, era una estatua de labios sensuales susurrando compasión y misericordia para con los demás. De acuerdo con Punset mi obsesión sería inexplicable de comprender. Ignoro, si las alumnas se burlaban en otros espacios “del viejo verde”. No obstante, quizás la paradoja del poder lograba que su oficina siempre estuviera alegre y llena de visitas femeninas.

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