sábado, 2 de noviembre de 2013

LA CASA EN LLAMAS.... (Cuento corto)


    LA CASA EN LLAMAS
Dr. Luis Montoya Salas
Comunicólogo
La casa número 19 en la cual ocurrieron los hechos aquí narrados  es hoy  apenas una leyenda,  en  la enmarañada selva  urbana que la circunda. Aún  connota espacio en el conjunto, gracias a una sombra en forma de nube que  se posa  sobre su espíritu, cada primer jueves de noviembre. Así  permanece 12 horas: de las 6:00 a.m. a las 6:00 p.m. y es visible desde los lugares altos de la ciudad capital. Este fenómeno se produce todos los años, desde hace 20 años.     
Esta vivienda formó parte de una “urba” compuesta de sesenta y siete casas armadas con los mismos bloques, pintadas con los mismos colores, alineadas y separadas, como nichos para seres vivos, por callecillas llamadas alamedas.
Ahí, luego de su divorcio, Ernesto alquiló una casa con tres aposentos.  
“El profesor” –así lo saludaban los vecinos- vivía en condiciones austeras. Sólo contaba con una pequeña cama de madera comprada a pagos; una plantilla eléctrica de dos discos, adquirida en una compra-venta. Y la mesa del comedor con 4 sillas, comprada también a pagos le fue cedida por su ex esposa, como regalo de divorcio.
Tauro, un perro negro pastor belga de tres años acompañaba a su amo en la rutina de cada mañana. A las seis iniciaban juntos, el trote. Luego, 30 minutos de ejercicios. A las ocho, desayuno para los dos. Granola y frutas para Ernesto. Y para Tauro, una carne molida aún caliente cargada de moscas bulliciosamente repulsivas, por el tornasol de sus alas.
Por la tarde, el académico impartía su cátedra, en la escuela de comunicación. Y como siempre andaba escaso de dinero, realizaba el trayecto hasta la universidad a pie, por la ruta más corta: la línea del tren. De seguro, nunca pasaría un tren por ahí, pues un ex presidente  de la República lo sustituyó mediante decreto, por furgones para el transporte de carga. Así favorecía a un pariente cercano, según los rumores.
A menudo, de regreso a casa pasadas las nueve de la noche sentía en la oscuridad, una “presencia” marcándole el paso mientras le respiraba muy cerca de la nuca.
Durante más de dos años, Ernesto vivió su rutina, sin zozobras. Cada noche, para dormir realizaba una sesión de meditación estimulado por unos puchos de marihuana que compartía con su amigo, el dueño de la casa.
Pero un jueves, a las tres de la madrugada, un escalofrío atravesó su columna vertebral y se estacionó en los esfínteres. De inmediato saltó de la cama. Escuchó pasos en la cochera, pero el perro no ladró.  Se asomó al patio donde Tauro dormía y lo encontró crispado y petrificado de miedo, con el rabo levantado y los  ojos desorbitados y enrojecidos.
Abrió la puerta y a la altura de sus ojos, un hombre sesentón empapado por la lluvia de agosto lo miraba fijamente. De inmediato asoció esta figura con “la presencia” que en ocasiones lo acompañaba de regreso a su casa, por la ruta del tren.
El desconocido lo llamó por su nombre: 
-  Ernesto, ¿estás deseoso de encontrarte con tu madre? Todavía medio dormido, el profesor solo atinó a cerrarle suavemente la puerta.
Ernesto no pudo conciliar el sueño. A los pocos minutos notó que las paredes se cubrían de gotas diminutas, como si algún dolor las hiciera llorar. Al mismo tiempo, de la casa entera brotaba un calor sofocante, como si estuvieran encendidos varios fogones cocinando juncos.
Ernesto le pidió a su amigo, el propietario, que arreglara esos problemas nunca antes vistos en una casa. Al entrar, el dueño sintió un calor desesperante en todo el cuerpo, acompañado de un olor a junco recién quemado. Las paredes también estaban manchadas con moho. Aplicó sellador contra la humedad y la pintó completamente. Pero todo fue en vano: las paredes continuaban supurando.
Cualquier otra persona habría entregado una casa en tales condiciones. Pero a pesar de los constantes dolores de cabeza que Ernesto sufría por el calor, el olor y la humedad, seguía aferrado a ella, con inexplicable miedo expectante. 
Seis meses después, un jueves de noviembre a la misma hora de la madrugada llamaron a la puerta.  Esta vez, Tauro dio aviso, con aullidos lastimeros. Afuera, en la cochera, estaba de pie el mismo señor sesentón que antes lo había visitado. Cargaba unos juncos sembrados en una maceta de madera, llena de tierra.
El profesor le abrió la puerta pues ya lo creía más que conocido, su pariente.  
-            “Mi nombre es Rafael, como tu padre. Soy como un espíritu vengador. Y le cobro a usted el suicidio de su madre, pues rompió nuestro pacto de amor. Ahora que te acercas a los 80 es injusto que hayas disfrutado tantos años, mientras nosotros dejamos este mundo siendo aun muy jóvenes. Es el momento de sufrir el castigo destinado a los suicidas. Y mostrándole la planta que depositó en la cochera le contó que antaño ese lugar estuvo sembrado de juncos, cuyas hojas usaban sus ancestros  para trasladarse a los momentos previos a la muerte, ya fuera mediante infusiones, inhalado, envuelto en cigarrillos, o aspirado por una pipa.
Dicho esto, Rafael se acostó en la cama de Ernesto pues estaba muy fatigado y durmió hasta las tres de la madrugada del día siguiente. Se levantó, podó los juncos y los regó con gotas recogidas de las paredes de la casa. Con las hojas preparó unos cigarrillos. Se fumó uno y el resto se lo dejó a Ernesto.  Luego desapareció, llevándose a Tauro consigo.
Durante las pocas horas que Rafael estuvo en la casa cesaron el calor intenso y el olor a hojas de junco recién quemadas. Solo el rocío en las paredes se mantuvo.  Con la partida de Rafael, del moho empezaron a brotar pequeñas hojas de junco que cubrieron gradualmente todo el interior de la casa, al tiempo que se intensificaba el olor de estas hojas como si estuvieran recién quemadas. 
Ante esta situación, nueva para él, Ernesto recurrió a los cigarrillos que Rafael había preparado. Este viaje lo llevó hasta una biblioteca llena de gavetas que se abrían y cerraban mostrándole imágenes de su infancia: la escena de la yegua blanca con tres niños en el lomo atravesando riachuelos y empinadas cuestas en la selva, para sacarlos de la finca donde Ernesto y sus dos hermanos nacieron; la parada del bus que  llevaría a su padre y a sus tres hijos a la capital y cuyos recuerdos olían a querosén quemado mezclado con el olor a huevo, a tortilla caliente, a café recién chorreado; el inmenso dormitorio del orfelinato con sus camas alineadas como soldados acostados, la virgencita milagrosa en la gruta, las monjitas con sus manos recogidas en oración, la capilla, los interminables corredores, las series del Capitán Sylver en la radio; el celador de panza grande que recorría una y otra vez las hileras de camas vigilando o imponiendo el sueño; y quien, a hurtadillas, besaba las mejillas de Ernesto y  de sus otros dos hermanos.
Ernesto despertó de su viaje con un preocupante dolor en el pecho, la respiración entrecortada y taquicardia. Recordó que entre todas las gavetas del viaje anterior, solo una había permanecido cerrada. Pudo más su curiosidad y fumó uno más de los cigarrillos de Rafael, para forzar el viaje. Al instante, se encontró en una gran plaza rodeada de gente harapienta. En el centro había una pira y en ella, una mujer lista para ser quemada. Un hombre, idéntico al visitante nocturno se aprestaba a encender la hoguera. Ernesto se le acercó y le preguntó qué estaba haciendo ahí. Y Rafael le reveló: “esa mujer es tu madre”.  
Durante este particular viaje, Ernesto no salió de la casa en varios días. Los vecinos empezaron a notar que el techo y las paredes exteriores de la casa se cubrían rápidamente de verde. Pero más les preocupaba el olor a hojas de junco recién quemadas. Empezó a formarse sobre la “urba” una mancha en forma de nube que no era otra cosa que una tenue columna de humo que salía de algún lugar invisible de la casa y empezaba a oscurecer ligeramente toda la urbanización.   
Ernesto despertó sobresaltado. Sudaba profusamente e intuyó que aquella casa sería su tumba, cuando estuviera completamente cubierta de juncos. Rafael estaba a su lado mirando como entregaba al casero su sentencia de muerte: un escrito en el que explicaba lo que ocurría, como argumento  para reclamar el seguro, cuando el incendio destruyera la casa.
-                      Ahora sí te encontrarás con tu madre. Recibe mi bendición de padre  y apréstate a morir, sentenció el visitante.   
Al instante, Ernesto se vio al pie de la hoguera, donde pocos minutos antes habían quemado a su madre. Su propio padre lo había juzgado y condenado, pues siempre fue duro, exigente, colérico y sin sentimientos.   
Mientras su cuerpo ardía, en el otro extremo meta dimensional  de su vida,  en la casa 19 de la urba de las 67 sucedían fenómenos extraños: los juncos la cubrían por completo ayudando a las llamas de fuego a desintegrar  las paredes de cemento, “debido a un corto circuito producido por el exceso de humedad”, según el parte de los bomberos.
La policía encontró un cuerpo calcinado por el fuego. Pero al realizar la autopsia concluyeron que el profesor se había suicidado con una sustancia extraña a base de hojas de junco.
Los vecinos nunca se enteraron del suicidio. Solo contaron a los periodistas  acerca del intenso olor a hojas de junco quemadas que se esparcía por toda la “urba”  y de cómo las motas de moho se impregnaban en las paredes, sin ninguna explicación aparente. Ah, y la nube….
20 años después, el propietario de la casa 19 intentó una explicación entreverada del fenómeno: la nube que se forma encima de la “urba” proviene de la combustión subterránea de las hojas de junco (invisibles) al rozar el moho que abunda en ese lugar por la excesiva humedad del terreno. Esto produce el humo (también invisible) que se filtra por la tierra. Así se explicaría, también el olor que se esparce sobre el lugar. Pero acerca de su exacta duración de 12 horas y la precisión de la fecha de aparición cada primer jueves del mes de noviembre, el amigo de Ernesto prefirió guardar silencio.
Y aunque conocía mejor que nadie lo ahí acontecido, nadie tenía el menor interés en creerle…

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