jueves, 4 de octubre de 2018

CÓMO ME VOLVÍ ADICTO A.......

CÓMO ME VOLVÍ ADICTO A….


Una anécdota de la serie “Historias de vida, circunstancias del tiempo”
Luis Montoya Salas
Esto ocurrió el mismo día de la muerte de mi padre Elías Montoya Zúñiga, un 19 de agosto de 1957, en horas de la tarde. Pero le antecedieron los siguientes hechos. 
En la madrugada de ese día, una Hermana de la Caridad  del Hospicio de Huérfanos  me pidió levantarme de la cama situada en la mitad del inmenso dormitorio  para llevarme hasta donde yacía mi padre  en el  Hospital Central, hoy conocido como Calderón Guardia desde 1972. 
Aquella sala de agonía parecía tan fúnebre cual inmenso ataúd, teñido de un tenue grisáceo  que apenas dejaba ver el blanco de las sábanas  sobre las cuales yacía  mi padre. El fuerte olor a carbolina penetró de tal forma en mis fosas nasales, que hasta la fecha asocio ese  olor con los mosaicos de formas romboidales y colores naranja y café del piso de algunos hospitales. Lejos de ocultar los olores característicos de las salas de agonía más bien amplificó  los de la muerte, la putrescina,  la cadaverina,  el hexanal, un olor fresco y agradable, como de hierba recién cortada y otros como el olor de algunos  perfumes, quitaesmaltes y pintura. Y esto no lo invento yo sino que forma parte de un estudio realizado en la Universidad de Huddersfield  Inglaterra, con ayuda de cadáveres de cerdos.
Levantó él, mi padre, ligeramente su cabeza y con una mirada que no podía esconder el pánico, el dolor, la impotencia y tristeza, habló con voz suave, cansina y cavernosa: “Te llamé hijo, para despedirme. Prométeme  que se hará cargo de sus dos hermanitos”. Para entonces, yo apenas cumplía 10 años.  De ese instante, inédito y dramático, mi cerebro sólo registró  aquellas palabras.   
Después de esta despedida, la monja que me llevó al lecho de muerte de mi padre, también me regresó al Hospicio.
En el presente,  los  recuerdos me sitúan en la capilla de las Ánimas en Sabana Sur  donde celebran el funeral de mi padre. Distingo,  con claridad,  a las mujeres internas del Hospicio  en unas bancas  y a los varones arrodillados en la otra fila.  Ignoro por qué, en mi mente aparece el color naranja-pastel gravitando sobre toda esa capilla. En una segunda escena, como si se tratara de un filme me veo en  el cementerio Calvo solo, recostado a un arbusto, mientras miro, a corta  distancia,  cómo  depositan, lentamente  en el zanjo, el ataúd de mi padre.
En la siguiente escena que registra mi mente asociada a la muerte de mi padre me veo escondido detrás de la puerta del inmenso dormitorio del Hospicio. Se me acerca un compañero de apellido Cabezas; y sin decirme nada, porque padecía de un retraso mental, saca de una bolsa de manila un rollito entero forrado en papel de color verde y blanco.  Lo miro y abro el envoltorio.  10 pastillas blancas con olor a menta.
No recuerdo, de nadie más, gesto alguno de conmiseración del duelo que me poseía. De seguro devoré aquellas pastillas y asocié su gusto, su sabor picante con el afecto de un compañero, hasta la fecha.
Fue la primera vez que probé las pastillas de menta Gallito, pues sólo a los niños con parientes les llevaban lo que llamábamos “la visita”.  A mis hermanos ni a mí, nunca nos visitaron. El lugar de “la visita” estaba situado en el centro del orfelinato, equidistante tanto del sector de los varones como de las niñas. Una vez al mes, todos los niños esperábamos la llamada de la monja avisando la presencia de nuestros parientes.  La costumbre indicaba que, a todos los llamados, sus parientes les entregaban una bolsa de manila con golosinas, leche en polvo, avena, repostería variada.  Y Cabezas formaba parte de los niños con parientes pudientes que lo visitaban cada mes y le entregaban cepillo de dientes, pasta, jabones finos, paños, lociones, medias nuevas, confites;  y, por supuesto, las  pastillas de menta Gallito.
Y esto es cierto, porque El Gallito, fabricante de confiterías y chocolates inició en 1909 cuando en el país solo había 400 mil habitantes, se viajaba en tranvía, carreta y únicamente existían 14 escuelas y un colegio en todo el territorio nacional. (Wilkipedia). 




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