viernes, 28 de diciembre de 2012

EL ESCORPIÓN, DE 11 A 3

EL ESCORPIÓN, DE 11 A 3

Luis Montoya Salas
Comunicólogo


   “Hoy, en un night club de la capital, fue encontrada sin vida una mujer que respondía al nombre artístico de Evelyn. Según la policía, la prostituta habría muerto a las 3 de la madrugada, por una sobredosis de cocaína.” 


            Un 19 de diciembre de 1962 levantaron 5 libras de carne recién parida de una cama de hospital. Hembra. Producto pequeño.
            Lloró. Lloró mucho, como nunca más lloraría. Como no lloró la muerte de su madre, a los 4 años. Y apenas si dejó caer cinco lágrimas a los 10 años en el Cementerio Obrero sobre el ataúd de su padre, minutos antes de depositarlo, en el fondo de la tierra.  
            Cuando murió su madre, la enviaron a un orfanato. Desde temprana edad fue sometida a estrictas reglas disciplinarias. Madrugaba todos los días; hacía fila para todo: para ingresar a la capilla; para almorzar y cenar; para bañarse; para recibir los regalos en Navidad; para entrar al inmenso dormitorio; para jugar; para ir a la escuela. Y hasta para meterse al mar, en las vacaciones anuales que todos los niños disfrutaban.
Este régimen le dejó escasas oportunidades para disfrutar, con alegría, de su niñez. Sus ojos adquirieron, gradualmente, una tristeza como la que hizo famoso a Charles Chaplin.
“A veces me recuerdo cuando carajilla (sic) en la Fortuna de San Carlos donde mis papás vivían  con mis tíos, mis abuelos y un montón de primillos en una casita piso e´ tierra toda embarrialada”, me contó Evelyn, una de las tantas veces que compartimos tragos en el night club “El Escorpión”.
Aquel día, a la intensa melancolía de sus ojos se sumaban el rojo irregular de sus venillas oculares irritadas y algo como astillas de vidrio, efecto, quizás de los cruces de droga y alcohol.
                        Yo la observaba, con la pose inquisidora del profesor universitario, asombrándome de la capacidad de su memoria para trasladarse a un pasado de 28 años en una búsqueda desordenada, de respuestas a su  presente devenir.
                        Evelyn subió a la tarima. Se escucharon las notas del piano de Clyderman deslizándose sobre la pista.
                        La hembra bailó de cara a los espejos, en contorsiones suaves, bien apuntaladas, hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados, hacia abajo, en círculo…
                        De cuando en vez, daba la cara al público y tiraba una prenda.
                        Cuando estuvo completamente desnuda, cayó de rodillas. Instintivamente, sus manos se posaron sobre los senos, como queriendo esconder su pecado. Desde sus entrañas y más adentro, lanzó un grito largo, profundo, como  liberándose del dolor de cargar durante tantos años, cientos de misas, letanías, filas, horas eternas de silencio y privaciones atornilladas en sus hombros. Empezó a rezar el Santo Rosario: “Un misterio, por las damas benefactoras, para que sus gladiolas al pie del altar mayor no se marchiten. Otro misterio, de los dolorosos, por doña Hortensia, para que nos lleve a la playa…
                        Todos los presentes, petrificados. Al instante, el dueño del night club la cubrió con una cobija llena de huecos y se la llevó al camerino.
                        A los pocos minutos, Evelyn calmó la curiosidad de los clientes. Con un caminar de modelo de pasarela se acercó a mi mesa. Vestida  de particular se veía arruinada: enjuta, el rostro arrugado, con una dentadura ennegrecida por el fumado y el abandono bucal.
                        Entre dientes, recitaba frases incoherentes, con pausas breves… Para ir a misa, fila. Para ir al cine, fila. Para ir al excusado, fila. Para recibir los regalos navideños, fila. Para comer, fila. Para comulgar, fila. Siempre la misma fila, de dos en dos, con tres ladrillos de distancia. ¡Mi vida es una fila de m……! ¿Verdá?
                        Con la palabra Verdá en sus labios, el colapso. Evelyn cayó. La seguridad del night club cerró el negocio y sacó a todos los clientes. Vino la ambulancia; y detrás, los periodistas.
                        “Hoy, en un night club de la capital, fue encontrada sin vida una mujer que respondía al nombre artístico de Evelyn. Según la policía, la prostituta habría muerto a las 3 de la madrugada, por una sobredosis de cocaína.”
                        Ernestina, verdadero nombre de Evelyn, dejó el orfanato a los 14 años para trabajarle de sirvienta a una benefactora de la institución. La única información que le dieron para enfrentar el mundo exterior fueron las misas, las letanías, los rosarios, los cánticos y los retiros espirituales.
Ernestina cumplió recientemente 50 años  de su nacimiento y 15 de su muerte… Sólo alcanzó a vivir 35 años.
                        Escribo esta crónica, a la memoria de millones de mujeres que nacen y mueren, como Ernestina (¿o como Evelyn?)  en el enigma de la orfandad que las lleva a la prostitución y al olvido, haciendo de sus vidas, apenas una estela, en la pista de algún night club del mundo globalizado. (analogonluis@yahoo.es)

DROGADICCIÓN: O EL PECADO DEL LIBRE ALBEDRÍO

DROGADICCIÓN: O EL PECADO DEL LIBRE ALBEDRÍO
Dr. Luis Montoya Salas
Comunicólogo



En Lyon, Francia, el xxxiii congreso de psicoanalistas de lenguas romances convocado en 1977 para abordar el problema del autoerotismo, explicaba uno de los problemas de la toxicomanía como “la pugna inconsciente entre la necesidad de placer (eros) y el encuentro en esa ruta, de la autodestrucción (tanatos), resultante de una falta de re-conocimiento para comprender el proceso de evolución del yo del toxicómano, a partir de experiencias infantiles constitutivas de la personalidad (J. Bergeret. Revue française de psycanalyse no. 5-6 sept.-dec 1977 pages 973-977)....



Hillary Clinton, flamante Secretaria de Estado norteamericana aceptó la responsabilidad histórica de los estados unidos de América en el auge del narcotráfico, con sus profundas secuelas sobre el crecimiento exponencial de la violencia. (la nación, 25 de marzo del 2009)
En el paso, Texas, del lado mexicano del muro que la separaba de su tierra afirmó que “nuestra insaciable demanda de drogas ilegales impulsa el narcotráfico”.
Pero, como sugiere el editorial de la nación (3 de abril del 2009), el principal obstáculo para enfrentar este flagelo con una estrategia más humanitaria, es el pueblo norteamericano. Según encuestas recientes, a los estadounidenses no les gustaría ver legalizadas las drogas mayores (cocaína, heroína, marihuana y crack) (Elliot Currie: facetas 1992: pág. 65).

Es así, como en el 2007, la justicia norteamericana dictó prisión contra más de 900 mil personas por posesión de pequeñas dosis de marihuana; acto que, a diferencia de la mayoría de los delitos, no daña a otros, en forma directa (Doug Bandov: Facetas 1992: 60).  Por lo demás, “sus efectos no son peores que el alcohol y el tabaco” (César Gaviria, citado por La Nación. 3 de abril del 2009 pág. 34)
En el caso del estado costarricense, desde el gobierno de Calderón Fournier (1990) cuando se agudizó el tráfico de drogas en nuestro país; y hasta la fecha, la seguridad del Estado se ha preocupado más por los récords en kilos de droga capturados, que por los componentes sistémicos del problema:  ¿cómo explicar el aumento de decomisos, en su relación con el aumento del consumo local? ¿está Costa Rica suficientemente harta de las secuelas económicas, sociales, sanitarias, productivas, etc. provocadas por el narcotráfico, como para exigir la coordinación interinstitucional  de seguridad,  justicia, salud, CCSS, IAFA y atacar, mediante programas educativos, persuasivos e informativos  la esencia del problema: los inicios del consumo, por parte de los potenciales adictos? 
si la estrategia convencional, violenta y espectacular (por la cobertura periodística que la acompaña), sólo ha logrado exacerbar a los capos de la droga aumentando las estadísticas de muertes inocentes, mediante el uso de armas  con un poder destructivo creciente, ¿no estaríamos ante la presencia de su estrepitoso fracaso?
Hoy, según da cuenta el editorial aquí comentado, la Comisión Latinoamericana sobre drogas y democracia, integrada por personalidades iberoamericanas (César Gaviria, Henrique Cardoso y Ernesto Zedillo) impulsa la necesidad de despenalizar el consumo y tratarlo como un problema de salud pública.
Y les sobra razón, si consideramos el ángulo especializado de la toxicomanía.
En Lyon, Francia, el xxxiii congreso de psicoanalistas de lenguas romances convocado en 1977 para abordar el problema del autoerotismo, explicaba uno de los problemas de la toxicomanía como “la pugna inconsciente entre la necesidad de placer (eros) y el encuentro en esa ruta, de la autodestrucción (tanatos), resultante de una falta de re-conocimiento para comprender el proceso de evolución del yo del toxicómano, a partir de experiencias infantiles constitutivas de la personalidad (J. Bergeret. Revue française de psycanalyse no. 5-6 sept.-dec 1977 pages 973-977).
Y cito textualmente a bergeret: “el fracaso del toxicómano sobre su autoerotismo no le otorga gozo; tampoco a su contexto social o terapéutico. Por el contrario, destruye la inversión narcisista tanto como la erótica, que son la base de los vínculos sociales” (1977:975).
De esto resulta, que el auto-erotismo aparente del toxicómano encubre una verdadera auto-destrucción expresada como un bloqueo del sistema de “alertas” sobre la salud, la estabilidad emocional personal y de la familia, la autoestima y la seguridad laboral y profesional, entre otras alteraciones del estado natural y normativo de la conducta. se desbocan, en consecuencia,  incontenibles e impredecibles  emociones y pasiones. sin esas ataduras, el adicto se aísla y sumerge en un mundo interior narcisista.
Países más evolucionados como Holanda y Suecia comprendieron este fenómeno y aplican amplias políticas sociales para favorecer la participación de los adictos en programas educativos  de recuperación que refuerzan su autoestima, entre otros valores.
Quizás la despenalización de las drogas sea una forma de replantear el milenario principio esencial del ser humano: su libre albedrío. Sólo que, para contar con la justa ventaja y decidir en consecuencia, es  imprescindible conocer las implicaciones del consumo de drogas sobre órganos vitales como el cerebro, el corazón, los riñones,  el hígado y los pulmones, por citar  los más involucrados.
La magnitud de esta pandemia le impone al prestigioso programa del consejo nacional de rectores (Conare), la urgente necesidad de  abrirle al estado de la nación en salud en costa rica, un expediente de idéntica (o mayor) trascendencia al del estado de la educación.

lunes, 24 de diciembre de 2012

NAVIDAD –SOLEDAD. NAVIDAD INVISIBLE, NAVIDAD MELANCÓLICA

NAVIDAD –SOLEDAD. NAVIDAD INVISIBLE, NAVIDAD MELANCÓLICA
Luis Montoya Salas
Comunicólogo

Existen historias de vida cuyas circunstancias del tiempo transgreden las leyes sociales de la realidad aparente. Su principal característica es el desconocimiento que de ellas tienen los llamados estudiosos de las ciencias sociales (sociólogos, psicólogos, trabajadores sociales); y, por extensión, los periodistas. Este desconocimiento ignora por tanto, las implicaciones sociales  derivadas de la  intensa vivencia emocional cargada de recuerdos melancólicos (antítesis de la nostalgia), de preguntas en soledad, con pseudo-respuestas llenas de impotencia que alimentan más el desgarrador dolor de la orfandad. Este residuo social que abunda en las cárceles, en  los hospicios de huérfanos, en los centros para la atención de los huérfanos de guerra y, más recientemente, en los “hogares” de ancianos es, también, un lastre mental que persigue y traiciona, inconscientemente a quienes viven en la edad crucial del proceso de socialización, este mundo oscuro de los “sin padres”. Los científicos sociales deberían incursionar en la psyque de tantas personas todavía hoy, calificadas conel estereotipo de “antisociales” que fueron condenadas por delitos cuyo origen se rastrea en su más tierna infancia.
La historia aquí se narrada aconteció en los años 50 del siglo pasado. Y revive, al compararla con  el valor real de las frases cliché “feliz navidad”, “próspero año nuevo”, “que la dicha y la paz….. etc. etc.

Sor Gabriela, monja guatemalteca de unos 55 años perteneciente a la congregación de las hermanas de la caridad  tenía bajo su responsabilidad a 104 niños mayores de 6 años y menores de 14, internados en un antiguo orfelinato  situado en el Barrio Aranjuez de la capital de Costa Rica, al costado oeste de la Aduana principal.
Algunos tenían nombres cuyos apellidos eran: Carlos, el número 64; Ernesto, el número 104, Alcázar, el número 66; Luis, el número 08. Muchos serían recordados por un mote: “bolillo”, “bombo”, “tomate”, “bizco”, “cabezas”. Uno en particular, Juanico, tenía el número de la muerte, pues ahí murio, en el Hospicio, por desprecio del celador a su enfermedad, la epilepsia y a su nivel mental, por debajo del normal. Un día cualquiera, después del almuerzo Juanico se mecía muy alto y por largo rato en el columpio. De pronto cae al suelo. Y al quererse levantar, el filo de la mecedora se estrella contra la parte trasera inferior de su cráneo. Convulsiona y vomita. El celador cree que es otro más de sus molestos ataques epilépticos. Lo levanta del suelo, lo tiende en su cama y se olvida. Algunos días después lo entierran…
Como cada 24 de diciembre de quién sabe cuántos años, a las 10 en punto de la noche, Sor Gabriela  golpeó una vez más, la ventanilla de su habitación cubierta con una cortinita blanca que, en la oscuridad de la noche dejaba traslucir una luz mística, haciendo más distante, santo y misterioso el mundo espiritual de Sor Gabriela. La ventanilla colindaba hacia el norte con el  inmenso salón-dormitorio, desde donde observaba todos los movimientos y acciones de los huérfanitos. Al oeste estaba el dormitorio de unos 12 bebés, de algunos meses  hasta  5 años. Pero como ese sector no era de su incumbencia, no tenía ventanilla.
Para complemen tar su tarea de vigilancia contaba con un celador, quien dormía muy cerca de la ventanilla y debía aplicar las medidas disciplinarias propias de la institución.
El golpeteo en el vidrio hizo saltar de la cama al celador. De inmediato, con la rabia del sueño truncado empezó a arrancar las cobijas de las 13 camas de  8 hileras. Esta tarea  le habría tomado, como cada 24 de diciembre, apenas 15 minutos, sumados al tiempo que los huérfanos hacían fila para bañarse, defecar, orinar y vestirse  y armar de nuevo  una fila para ingresar a la capilla de la Medalla Milagrosa: 30 minutos antes de la medianoche. Pero esa nochebuena, Alcázar, el huérfano con más años de edad y de estar internado se rehusó a levantarse. Tomó las cob ijas del suelo y se enroscó. Sólo pedía algunos minutos más de sueño, mientras todos sus otros compañeros de infortunio realizaban  sus quehaceres.  Con este cambio de turno, Alcázar violaba,  por primera vez la norma impuesta por él mismo  de ser el primero en ducharse, defecar y orinar.
El celador, obnubilado por su cargo y por el imperativo de autoridad,  no se lo permitió. Se armó entonces una verborréica trifulca que terminó en golpes y con el celador por los suelos. El escándalo que hicieron los niños alertó a Sor Gabriela quien sólo atinó a llamar al cuartel de la Policía Militar, ubicado a unas 8 cuadras, frente a la antigua Fábrica Nacional de Licores. A los pocos minutos, dos policías militares con su camisa verde olivo, su pantalón de un verde más oscuro, botines altos y amarrados  y un casco  con las letras PM  en blanco alzaron en vilo a Alcázar con tal facilidad, no obstante el tamaño de Alcázar de 1,70 y su peso, pues era bastante obeso gracias a la comida que le arrebataba a los demás hospicianos.
Al fin, con  este desvío inesperado en la rutina hospiciana, pero con un retraso de 15  minutos, los niños estaban todos en fila, frente a la capilla.
Sin embargo, en esos 15 minutos habían ocurrido cosas en las otras instancias del hospicio. El monseñor cedido expresamente por la Curia para ejecutar el ritual de la misa concelebrada interpretó la demora como un despecho a su investidura y se fue, asi como su  acompañante. Y aunque la misa siempre se celebró ya no tendría la majestuosidad con la cual pretendían despedir a la Madre Superiora, llamada por la jerarquía, desde París, para servir en otro país. Y para terminar de arruinar la Misa de Gallo preparada con todo detalle durante meses, el tenor que haría el solo en “la noche de paz, noche de amor, todo duerme  alrededor” , Alcázar, estaba en  “el tabo”.  
Quizás debió ser así, para poder recorrer en todo su esplendor, la decoración de la capilla. El cielo,  pintado de un azul cielo intenso reverberaba con la cantidad de estrellas de papel metálico dorado y plateado que ahí había colocado, Alcázar, precisamente. Y a todo lo largo y ancho de la capilla se habían instalado cortinas colgantes de lino, bordeadas con helechos verdes del género enredadera recién cortados en la parte inferior y tejido dorado en la parte superior.  Las imágenes habían sido retocadas y las piezas doradas lucían como de oro puro. Los rayos de  luz que salían  de las manos de la Virgen Milagrosa fueron sustituidos por nuevos y se cambiaron las  bombillas malas, por nuevas. La Virgen que siempre lucía bella, ahora lo era aun más.  Santa Luisa de Marillac  vio estrenar  nueva corneta (así  le llamaban  al pesado gorro que usaban las hermanas de la caridad). Los cuatro evangelistas incrustados en la base del altar parecían tan reales que hasta querían liberarse del mármol que los aprisionaba.
 El coro, ubicado en la parte superior, muy cerca del cielo albergaba un viejo órgano eléctrico con sus teclas amarilletas y algunas bancas para que los niños más pequeños pudieran ver lo que ocurría en el altar mayor. Aunque los ensayos de  las canciones se hacían en el salón de actos, con la niña doña Lina, la maestra de música, esposa de don Orozco,  quien tocaba el órgano era su esposo, señor gruñón y exigente aunque no muy ducho con el teclado pues a menudo fallaba con las notas musicales. En cuanto al solo de la pieza musical “Noche de paz” y ante la ausencia de Alcázar,  la niña doña Lina designó a Daniel, el número 43,  para que lo interpretara.
Al término de la Misa de Gallo y mientras hacían  fila para pasar al comedor, todos los niños se imaginaban  el olor de las galletas María y  degustaban el caliente y sabroso chocolate tradicional de la Navidad, Ya soñaban, bien despiertos, con salir al patio principal para mirar la estrella del Niño Dios, o del Divino Niño como se atrevían a llamarlo las monjas del Hospicio,  en aquel cielo decembrino generoso en estrellas de todo tamaño y brillo.
Pero, las implicaciones del atraso producido por Alcázar cayeron sobre los otros niños. Con su capricho, Alcázar tiró por la borda todo el proceso de esmerada preparación por parte de la comunidad del Hospicio, en el cual, dicho sea de paso el mismo Alcázar, por su estatura,  jugó su  papel  guindando las cortinas, pegando  estrellas en el cielo y  colocando  helechos. Las monjas subalternas querían impresionar a su Madre Superiora con la mejor despedida jamás recibida, para agradecerle su sensibilidad, humildad, desprendimiento, compromiso y cariño.  Los niños vieron rota la esperanza alimentada durante todo el año de inaugurar la Navidad tomando  el tradiconal chocolate acompañado de las galletas María. Tampoco pudieron salir al patio a soñar despiertos el cielo decembrino, el aquí y el allá, el ahora y el más allá. No tenían deseos qué pedir al ver estrellas fugaces. Sólo eran eso, pues no tenían cultura de esperar algún futuro.
Y así, con el estómago vacío en el silencio hospiciano que duró el trayecto desde la capilla hasta el dormitorio, los niños escuchaban  el concierto de sus tripas enardecidas por tal humillación, sin poder esconder, ni disimular, ni  menos acallar  aquellos sonidos incontrolables y aberrantemente desafinados.
Pero aún les faltaban, a estos niños,  sorpresas inmerecidas. Y aunque se acostaron a las 2:00 a.m., a las 5 de la mañana debieron levantarse nuevamente, hacer fila para bañarse y para asistir a la misa de 6. Luego hicieron fila para ingresar al comedor y desayunar agua dulce con una masa en forma de galleta redonda. Ningún tipo de golosina adicional, como se acostumbraba en Navidad.
Ya era tradición de varios años atrás, que todos los 25 de diciembre, los niños y niñas, en número de 200 y más, visitaban a en su mansión de Moravia a Mister  Chale, un señor muy rico belga, holandés, alemán, ingles, vaya a saberse cuál era su verdadera nacionalidad. Pues para los efectos esto poco importaba.
El ritual de entrega de regalos empezaba  a las 8 de la mañana, con una breve acción de gracias al Creador al pie de un ciprés inmenso, bellamenet decorado y cargado de cientos y cientos de presentes. De seguido, Mister Chalo entregaba personalmente todos los regalos,  llamando a cada uno por su nombre y apellido. Algunos no se reconocían cuando escuchaban el apellido. Y esto hacía más lenta la entrega de regalos. Luego de concluida la parte más importante, acompañada, desde luego, por la apertura de los regalos y algunos minutos para disfrutarlos, seguía, cercano el medio día, la comilona. Suculenta y abundante, acompañada de unas patas navideñas con todo tipo de chocolates, galletas y algunas manzanas.
Algún observador que mirara a distancia el espectáculo podría imaginar que aquello no era una fiesta navideña, sino una locura creada por niños incontrolables. Tal  era el gozo, las correrías de un lugar a otro, sin punto fijo, los encuentros entre niños y niñas para mostrarse y competir por el mejor regalo.
Después de 8 horas de celebraciones, como una había en el año, los buses contratados por el mismo Mister Chale partieron, de regreso, a la realidad.
 Las monjas no podían impedir el recibo de regalos. Tampoco que sus niños castigados se hartaran hasta vomitar, más tarde,  el refrito de carnes, arroz, chocolates, galletas, confites refrescos, uvas y manzanas.  
Pero ya en el Hospicio, Sor Gabriela, acompañada del celador recogieron a los niños del dormitorio mayor todos sus juguetes y los guardaron en la bodega, a la par de una vitrola vieja, cientos de acetatos viejos, sillas quebradas, escaleras, palos de piso, escobas, carbolina, jabón de cerdo, y papel periódico usado para limpiarse después de defecar.
Y sólo les permitieron jugar con ellos al domingo siguiente. Y en lo sucesivo, sólo los domingos. Y cuando un chiquito que le caía bien a las monjas destruía su regalo, a otros les quitaban el suyo para sustituir el destruído del niño chineado.
La Madre Superiora adelantó su partida para tres días después del 25 de diciembre, si bien la fecha señalada era marzo del año siguiente,
Alcázar regresó al Hospicio precisamente el día en que la Madre Superiora abandonaba las instalaciones. Quizás se encontraron en el mismo lugar, a la misma hora y hasta cruzaron miradas.
Pero el destino ya había escrito el trazado de vida de Alcázar.  Cuando se enteró que le habían quitado el lugar en el coro para lucirse con el solo de la “Noche de paz, noche de amor, todo duerme alrededor”, la emprendió a patadas con Daniel. Le rompió la nariz y algunos huesos que lo llevaron al hopital.
A Alcázar solo le faltaba  un año para sacar el sexto grado. Y aunque no tenía la edad para estar en el hospicio, le habían permitido mantenerse ese año en razón de sus dotes musicales y su actitud siempre servicial. Las monjas decidieron expulsarlo de inmediato. Y mandaron a llamar al único pariente que tenía, el mismo que lo había llevado a ese lugar: su padrastro.
Los demás niños celebraron con gritos de alegría la partida de Alcázar porque no sólo les robaba la comida, los obligaba a hacer sus tareas escolares y domésticas, sino que en la oscuridad de la noche se llevaba a algún niño distinto para abusar de él.
Al igual que ustedes me he preguntado: ¿ todas las navidades en el hospicio fueron así?
Desde luego que no. Pero los acontecimientos ocurridos ese 24 de diciembre de algún año de 1950 fueron tan impactantes que opacaron  los recuerdos de otras navidades y los trascendieron en el tiempo.

domingo, 23 de diciembre de 2012

NAVIDAD-SOLEDAD. NAVIDAD INVISIBLE, NAVIDAD MELANCÓLICA

NAVIDAD –SOLEDAD. NAVIDAD INVISIBLE, NAVIDAD MELANCÓLICA
Luis Montoya Salas
Comunicólogo

Existen historias de vida cuyas circunstancias del tiempo transgreden las leyes sociales de la realidad aparente. Su principal característica es el desconocimiento que de ellas tienen los llamados estudiosos de las ciencias sociales (sociólogos, psicólogos, trabajadores sociales); y, por extensión, los periodistas. Este desconocimiento ignora por tanto, las implicaciones sociales  derivadas de la  intensa vivencia emocional cargada de recuerdos melancólicos (antítesis de la nostalgia), de preguntas en soledad, con pseudo-respuestas llenas de impotencia que alimentan más el desgarrador dolor de la orfandad. Este residuo social que abunda en las cárceles, en  los hospicios de huérfanos, en los centros para la atención de los huérfanos de guerra y, más recientemente, en los “hogares” de ancianos es, también, un lastre mental que persigue y traiciona, inconscientemente a quienes viven en la edad crucial del proceso de socialización, este mundo oscuro de los “sin padres”. Los científicos sociales deberían incursionar en la psyque de tantas personas todavía hoy, calificadas conel estereotipo de “antisociales” que fueron condenadas por delitos cuyo origen se rastrea en su más tierna infancia.
La historia aquí se narrada aconteció en los años 50 del siglo pasado. Y revive, al compararla con  el valor real de las frases cliché “feliz navidad”, “próspero año nuevo”, “que la dicha y la paz….. etc. etc.

Sor Gabriela, monja guatemalteca de unos 55 años perteneciente a la congregación de las hermanas de la caridad  tenía bajo su responsabilidad a 104 niños mayores de 6 años y menores de 14, internados en un antiguo orfelinato  situado en el Barrio Aranjuez de la capital de Costa Rica, al costado oeste de la Aduana principal.
Algunos tenían nombres cuyos apellidos eran: Carlos, el número 64; Ernesto, el número 104, Alcázar, el número 66; Luis, el número 08. Muchos serían recordados por un mote: “bolillo”, “bombo”, “tomate”, “bizco”, “cabezas”. Uno en particular, Juanico, tenía el número de la muerte, pues ahí murio, en el Hospicio, por desprecio del celador a su enfermedad, la epilepsia y a su nivel mental, por debajo del normal. Un día cualquiera, después del almuerzo Juanico se mecía muy alto y por largo rato en el columpio. De pronto cae al suelo. Y al quererse levantar, el filo de la mecedora se estrella contra la parte trasera inferior de su cráneo. Convulsiona y vomita. El celador cree que es otro más de sus molestos ataques epilépticos. Lo levanta del suelo, lo tiende en su cama y se olvida. Algunos días después lo entierran…
Como cada 24 de diciembre de quién sabe cuántos años, a las 10 en punto de la noche, Sor Gabriela  golpeó una vez más, la ventanilla de su habitación cubierta con una cortinita blanca que, en la oscuridad de la noche dejaba traslucir una luz mística, haciendo más distante, santo y misterioso el mundo espiritual de Sor Gabriela. La ventanilla colindaba hacia el norte con el  inmenso salón-dormitorio, desde donde observaba todos los movimientos y acciones de los huérfanitos. Al oeste estaba el dormitorio de unos 12 bebés, de algunos meses  hasta  5 años. Pero como ese sector no era de su incumbencia, no tenía ventanilla.
Para complemen tar su tarea de vigilancia contaba con un celador, quien dormía muy cerca de la ventanilla y debía aplicar las medidas disciplinarias propias de la institución.
El golpeteo en el vidrio hizo saltar de la cama al celador. De inmediato, con la rabia del sueño truncado empezó a arrancar las cobijas de las 13 camas de  8 hileras. Esta tarea  le habría tomado, como cada 24 de diciembre, apenas 15 minutos, sumados al tiempo que los huérfanos hacían fila para bañarse, defecar, orinar y vestirse  y armar de nuevo  una fila para ingresar a la capilla de la Medalla Milagrosa: 30 minutos antes de la medianoche. Pero esa nochebuena, Alcázar, el huérfano con más años de edad y de estar internado se rehusó a levantarse. Tomó las cob ijas del suelo y se enroscó. Sólo pedía algunos minutos más de sueño, mientras todos sus otros compañeros de infortunio realizaban  sus quehaceres.  Con este cambio de turno, Alcázar violaba,  por primera vez la norma impuesta por él mismo  de ser el primero en ducharse, defecar y orinar.
El celador, obnubilado por su cargo y por el imperativo de autoridad,  no se lo permitió. Se armó entonces una verborréica trifulca que terminó en golpes y con el celador por los suelos. El escándalo que hicieron los niños alertó a Sor Gabriela quien sólo atinó a llamar al cuartel de la Policía Militar, ubicado a unas 8 cuadras, frente a la antigua Fábrica Nacional de Licores. A los pocos minutos, dos policías militares con su camisa verde olivo, su pantalón de un verde más oscuro, botines altos y amarrados  y un casco  con las letras PM  en blanco alzaron en vilo a Alcázar con tal facilidad, no obstante el tamaño de Alcázar de 1,70 y su peso, pues era bastante obeso gracias a la comida que le arrebataba a los demás hospicianos.
Al fin, con  este desvío inesperado en la rutina hospiciana, pero con un retraso de 15  minutos, los niños estaban todos en fila, frente a la capilla.
Sin embargo, en esos 15 minutos habían ocurrido cosas en las otras instancias del hospicio. El monseñor cedido expresamente por la Curia para ejecutar el ritual de la misa concelebrada interpretó la demora como un despecho a su investidura y se fue, asi como su  acompañante. Y aunque la misa siempre se celebró ya no tendría la majestuosidad con la cual pretendían despedir a la Madre Superiora, llamada por la jerarquía, desde París, para servir en otro país. Y para terminar de arruinar la Misa de Gallo preparada con todo detalle durante meses, el tenor que haría el solo en “la noche de paz, noche de amor, todo duerme  alrededor” , Alcázar, estaba en  “el tabo”.  
Quizás debió ser así, para poder recorrer en todo su esplendor, la decoración de la capilla. El cielo,  pintado de un azul cielo intenso reverberaba con la cantidad de estrellas de papel metálico dorado y plateado que ahí había colocado, Alcázar, precisamente. Y a todo lo largo y ancho de la capilla se habían instalado cortinas colgantes de lino, bordeadas con helechos verdes del género enredadera recién cortados en la parte inferior y tejido dorado en la parte superior.  Las imágenes habían sido retocadas y las piezas doradas lucían como de oro puro. Los rayos de  luz que salían  de las manos de la Virgen Milagrosa fueron sustituidos por nuevos y se cambiaron las  bombillas malas, por nuevas. La Virgen que siempre lucía bella, ahora lo era aun más.  Santa Luisa de Marillac  vio estrenar  nueva corneta (así  le llamaban  al pesado gorro que usaban las hermanas de la caridad). Los cuatro evangelistas incrustados en la base del altar parecían tan reales que hasta querían liberarse del mármol que los aprisionaba.
 El coro, ubicado en la parte superior, muy cerca del cielo albergaba un viejo órgano eléctrico con sus teclas amarilletas y algunas bancas para que los niños más pequeños pudieran ver lo que ocurría en el altar mayor. Aunque los ensayos de  las canciones se hacían en el salón de actos, con la niña doña Lina, la maestra de música, esposa de don Orozco,  quien tocaba el órgano era su esposo, señor gruñón y exigente aunque no muy ducho con el teclado pues a menudo fallaba con las notas musicales. En cuanto al solo de la pieza musical “Noche de paz” y ante la ausencia de Alcázar,  la niña doña Lina designó a Daniel, el número 43,  para que lo interpretara.
Al término de la Misa de Gallo y mientras hacían  fila para pasar al comedor, todos los niños se imaginaban  el olor de las galletas María y  degustaban el caliente y sabroso chocolate tradicional de la Navidad, Ya soñaban, bien despiertos, con salir al patio principal para mirar la estrella del Niño Dios, o del Divino Niño como se atrevían a llamarlo las monjas del Hospicio,  en aquel cielo decembrino generoso en estrellas de todo tamaño y brillo.
Pero, las implicaciones del atraso producido por Alcázar cayeron sobre los otros niños. Con su capricho, Alcázar tiró por la borda todo el proceso de esmerada preparación por parte de la comunidad del Hospicio, en el cual, dicho sea de paso el mismo Alcázar, por su estatura,  jugó su  papel  guindando las cortinas, pegando  estrellas en el cielo y  colocando  helechos. Las monjas subalternas querían impresionar a su Madre Superiora con la mejor despedida jamás recibida, para agradecerle su sensibilidad, humildad, desprendimiento, compromiso y cariño.  Los niños vieron rota la esperanza alimentada durante todo el año de inaugurar la Navidad tomando  el tradiconal chocolate acompañado de las galletas María. Tampoco pudieron salir al patio a soñar despiertos el cielo decembrino, el aquí y el allá, el ahora y el más allá. No tenían deseos qué pedir al ver estrellas fugaces. Sólo eran eso, pues no tenían cultura de esperar algún futuro.
Y así, con el estómago vacío en el silencio hospiciano que duró el trayecto desde la capilla hasta el dormitorio, los niños escuchaban  el concierto de sus tripas enardecidas por tal humillación, sin poder esconder, ni disimular, ni  menos acallar  aquellos sonidos incontrolables y aberrantemente desafinados.
Pero aún les faltaban, a estos niños,  sorpresas inmerecidas. Y aunque se acostaron a las 2:00 a.m., a las 5 de la mañana debieron levantarse nuevamente, hacer fila para bañarse y para asistir a la misa de 6. Luego hicieron fila para ingresar al comedor y desayunar agua dulce con una masa en forma de galleta redonda. Ningún tipo de golosina adicional, como se acostumbraba en Navidad.
Ya era tradición de varios años atrás, que todos los 25 de diciembre, los niños y niñas, en número de 200 y más, visitaban a en su mansión de Moravia a Mister  Chale, un señor muy rico belga, holandés, alemán, ingles, vaya a saberse cuál era su verdadera nacionalidad. Pues para los efectos esto poco importaba.
El ritual de entrega de regalos empezaba  a las 8 de la mañana, con una breve acción de gracias al Creador al pie de un ciprés inmenso, bellamenet decorado y cargado de cientos y cientos de presentes. De seguido, Mister Chalo entregaba personalmente todos los regalos,  llamando a cada uno por su nombre y apellido. Algunos no se reconocían cuando escuchaban el apellido. Y esto hacía más lenta la entrega de regalos. Luego de concluida la parte más importante, acompañada, desde luego, por la apertura de los regalos y algunos minutos para disfrutarlos, seguía, cercano el medio día, la comilona. Suculenta y abundante, acompañada de unas patas navideñas con todo tipo de chocolates, galletas y algunas manzanas.
Algún observador que mirara a distancia el espectáculo podría imaginar que aquello no era una fiesta navideña, sino una locura creada por niños incontrolables. Tal  era el gozo, las correrías de un lugar a otro, sin punto fijo, los encuentros entre niños y niñas para mostrarse y competir por el mejor regalo.
Después de 8 horas de celebraciones, como una había en el año, los buses contratados por el mismo Mister Chale partieron, de regreso, a la realidad.
 Las monjas no podían impedir el recibo de regalos. Tampoco que sus niños castigados se hartaran hasta vomitar, más tarde,  el refrito de carnes, arroz, chocolates, galletas, confites refrescos, uvas y manzanas.  
Pero ya en el Hospicio, Sor Gabriela, acompañada del celador recogieron a los niños del dormitorio mayor todos sus juguetes y los guardaron en la bodega, a la par de una vitrola vieja, cientos de acetatos viejos, sillas quebradas, escaleras, palos de piso, escobas, carbolina, jabón de cerdo, y papel periódico usado para limpiarse después de defecar.
Y sólo les permitieron jugar con ellos al domingo siguiente. Y en lo sucesivo, sólo los domingos. Y cuando un chiquito que le caía bien a las monjas destruía su regalo, a otros les quitaban el suyo para sustituir el destruído del niño chineado.
La Madre Superiora adelantó su partida para tres días después del 25 de diciembre, si bien la fecha señalada era marzo del año siguiente,
Alcázar regresó al Hospicio precisamente el día en que la Madre Superiora abandonaba las instalaciones. Quizás se encontraron en el mismo lugar, a la misma hora y hasta cruzaron miradas.
Pero el destino ya había escrito el trazado de vida de Alcázar.  Cuando se enteró que le habían quitado el lugar en el coro para lucirse con el solo de la “Noche de paz, noche de amor, todo duerme alrededor”, la emprendió a patadas con Daniel. Le rompió la nariz y algunos huesos que lo llevaron al hopital.
A Alcázar solo le faltaba  un año para sacar el sexto grado. Y aunque no tenía la edad para estar en el hospicio, le habían permitido mantenerse ese año en razón de sus dotes musicales y su actitud siempre servicial. Las monjas decidieron expulsarlo de inmediato. Y mandaron a llamar al único pariente que tenía, el mismo que lo había llevado a ese lugar: su padrastro.
Los demás niños celebraron con gritos de alegría la partida de Alcázar porque no sólo les robaba la comida, los obligaba a hacer sus tareas escolares y domésticas, sino que en la oscuridad de la noche se llevaba a algún niño distinto para abusar de él.

NAVIDAD –SOLEDAD. NAVIDAD INVISIBLE, NAVIDAD MELANCÓLICA

NAVIDAD –SOLEDAD. NAVIDAD INVISIBLE, NAVIDAD MELANCÓLICA
Luis Montoya Salas
Comunicólogo

Existen historias de vida cuyas circunstancias del tiempo transgreden las leyes sociales de la realidad aparente. Su principal característica es el desconocimiento que de ellas tienen los llamados estudiosos de las ciencias sociales (sociólogos, psicólogos, trabajadores sociales); y, por extensión, los periodistas. Este desconocimiento ignora por tanto, las implicaciones sociales  derivadas de la  intensa vivencia emocional cargada de recuerdos melancólicos (antítesis de la nostalgia), de preguntas en soledad, con pseudo-respuestas llenas de impotencia que alimentan más el desgarrador dolor de la orfandad. Este residuo social que abunda en las cárceles, en  los hospicios de huérfanos, en los centros para la atención de los huérfanos de guerra y, más recientemente, en los “hogares” de ancianos es, también, un lastre mental que persigue y traiciona, inconscientemente a quienes viven en la edad crucial del proceso de socialización, este mundo oscuro de los “sin padres”. Los científicos sociales deberían incursionar en la psyque de tantas personas todavía hoy, calificadas conel estereotipo de “antisociales” que fueron condenadas por delitos cuyo origen se rastrea en su más tierna infancia.
La historia aquí se narrada aconteció en los años 50 del siglo pasado. Y revive, al compararla con  el valor real de las frases cliché “feliz navidad”, “próspero año nuevo”, “que la dicha y la paz….. etc. etc.

Sor Gabriela, monja guatemalteca de unos 55 años perteneciente a la congregación de las hermanas de la caridad  tenía bajo su responsabilidad a 104 niños mayores de 6 años y menores de 14, internados en un antiguo orfelinato  situado en el Barrio Aranjuez de la capital de Costa Rica, al costado oeste de la Aduana principal.
Algunos tenían nombres cuyos apellidos eran: Carlos, el número 64; Ernesto, el número 104, Alcázar, el número 66; Luis, el número 08. Muchos serían recordados por un mote: “bolillo”, “bombo”, “tomate”, “bizco”, “cabezas”. Uno en particular, Juanico, tenía el número de la muerte, pues ahí murio, en el Hospicio, por desprecio del celador a su enfermedad, la epilepsia y a su nivel mental, por debajo del normal. Un día cualquiera, después del almuerzo Juanico se mecía muy alto y por largo rato en el columpio. De pronto cae al suelo. Y al quererse levantar, el filo de la mecedora se estrella contra la parte trasera inferior de su cráneo. Convulsiona y vomita. El celador cree que es otro más de sus molestos ataques epilépticos. Lo levanta del suelo, lo tiende en su cama y se olvida. Algunos días después lo entierran…
Como cada 24 de diciembre de quién sabe cuántos años, a las 10 en punto de la noche, Sor Gabriela  golpeó una vez más, la ventanilla de su habitación cubierta con una cortinita blanca que, en la oscuridad de la noche dejaba traslucir una luz mística, haciendo más distante, santo y misterioso el mundo espiritual de Sor Gabriela. La ventanilla colindaba hacia el norte con el  inmenso salón-dormitorio, desde donde observaba todos los movimientos y acciones de los huérfanitos. Al oeste estaba el dormitorio de unos 12 bebés, de algunos meses  hasta  5 años. Pero como ese sector no era de su incumbencia, no tenía ventanilla.
Para complemen tar su tarea de vigilancia contaba con un celador, quien dormía muy cerca de la ventanilla y debía aplicar las medidas disciplinarias propias de la institución.
El golpeteo en el vidrio hizo saltar de la cama al celador. De inmediato, con la rabia del sueño truncado empezó a arrancar las cobijas de las 13 camas de  8 hileras. Esta tarea  le habría tomado, como cada 24 de diciembre, apenas 15 minutos, sumados al tiempo que los huérfanos hacían fila para bañarse, defecar, orinar y vestirse  y armar de nuevo  una fila para ingresar a la capilla de la Medalla Milagrosa: 30 minutos antes de la medianoche. Pero esa nochebuena, Alcázar, el huérfano con más años de edad y de estar internado se rehusó a levantarse. Tomó las cob ijas del suelo y se enroscó. Sólo pedía algunos minutos más de sueño, mientras todos sus otros compañeros de infortunio realizaban  sus quehaceres.  Con este cambio de turno, Alcázar violaba,  por primera vez la norma impuesta por él mismo  de ser el primero en ducharse, defecar y orinar.
El celador, obnubilado por su cargo y por el imperativo de autoridad,  no se lo permitió. Se armó entonces una verborréica trifulca que terminó en golpes y con el celador por los suelos. El escándalo que hicieron los niños alertó a Sor Gabriela quien sólo atinó a llamar al cuartel de la Policía Militar, ubicado a unas 8 cuadras, frente a la antigua Fábrica Nacional de Licores. A los pocos minutos, dos policías militares con su camisa verde olivo, su pantalón de un verde más oscuro, botines altos y amarrados  y un casco  con las letras PM  en blanco alzaron en vilo a Alcázar con tal facilidad, no obstante el tamaño de Alcázar de 1,70 y su peso, pues era bastante obeso gracias a la comida que le arrebataba a los demás hospicianos.
Al fin, con  este desvío inesperado en la rutina hospiciana, pero con un retraso de 15  minutos, los niños estaban todos en fila, frente a la capilla.
Sin embargo, en esos 15 minutos habían ocurrido cosas en las otras instancias del hospicio. El monseñor cedido expresamente por la Curia para ejecutar el ritual de la misa concelebrada interpretó la demora como un despecho a su investidura y se fue, asi como su  acompañante. Y aunque la misa siempre se celebró ya no tendría la majestuosidad con la cual pretendían despedir a la Madre Superiora, llamada por la jerarquía, desde París, para servir en otro país. Y para terminar de arruinar la Misa de Gallo preparada con todo detalle durante meses, el tenor que haría el solo en “la noche de paz, noche de amor, todo duerme  alrededor” , Alcázar, estaba en  “el tabo”.  
Quizás debió ser así, para poder recorrer en todo su esplendor, la decoración de la capilla. El cielo,  pintado de un azul cielo intenso reverberaba con la cantidad de estrellas de papel metálico dorado y plateado que ahí había colocado, Alcázar, precisamente. Y a todo lo largo y ancho de la capilla se habían instalado cortinas colgantes de lino, bordeadas con helechos verdes del género enredadera recién cortados en la parte inferior y tejido dorado en la parte superior.  Las imágenes habían sido retocadas y las piezas doradas lucían como de oro puro. Los rayos de  luz que salían  de las manos de la Virgen Milagrosa fueron sustituidos por nuevos y se cambiaron las  bombillas malas, por nuevas. La Virgen que siempre lucía bella, ahora lo era aun más.  Santa Luisa de Marillac  vio estrenar  nueva corneta (así  le llamaban  al pesado gorro que usaban las hermanas de la caridad). Los cuatro evangelistas incrustados en la base del altar parecían tan reales que hasta querían liberarse del mármol que los aprisionaba.
 El coro, ubicado en la parte superior, muy cerca del cielo albergaba un viejo órgano eléctrico con sus teclas amarilletas y algunas bancas para que los niños más pequeños pudieran ver lo que ocurría en el altar mayor. Aunque los ensayos de  las canciones se hacían en el salón de actos, con la niña doña Lina, la maestra de música, esposa de don Orozco,  quien tocaba el órgano era su esposo, señor gruñón y exigente aunque no muy ducho con el teclado pues a menudo fallaba con las notas musicales. En cuanto al solo de la pieza musical “Noche de paz” y ante la ausencia de Alcázar,  la niña doña Lina designó a Daniel, el número 43,  para que lo interpretara.
Al término de la Misa de Gallo y mientras hacían  fila para pasar al comedor, todos los niños se imaginaban  el olor de las galletas María y  degustaban el caliente y sabroso chocolate tradicional de la Navidad, Ya soñaban, bien despiertos, con salir al patio principal para mirar la estrella del Niño Dios, o del Divino Niño como se atrevían a llamarlo las monjas del Hospicio,  en aquel cielo decembrino generoso en estrellas de todo tamaño y brillo.
Pero, las implicaciones del atraso producido por Alcázar cayeron sobre los otros niños. Con su capricho, Alcázar tiró por la borda todo el proceso de esmerada preparación por parte de la comunidad del Hospicio, en el cual, dicho sea de paso el mismo Alcázar, por su estatura,  jugó su  papel  guindando las cortinas, pegando  estrellas en el cielo y  colocando  helechos. Las monjas subalternas querían impresionar a su Madre Superiora con la mejor despedida jamás recibida, para agradecerle su sensibilidad, humildad, desprendimiento, compromiso y cariño.  Los niños vieron rota la esperanza alimentada durante todo el año de inaugurar la Navidad tomando  el tradiconal chocolate acompañado de las galletas María. Tampoco pudieron salir al patio a soñar despiertos el cielo decembrino, el aquí y el allá, el ahora y el más allá. No tenían deseos qué pedir al ver estrellas fugaces. Sólo eran eso, pues no tenían cultura de esperar algún futuro.
Y así, con el estómago vacío en el silencio hospiciano que duró el trayecto desde la capilla hasta el dormitorio, los niños escuchaban  el concierto de sus tripas enardecidas por tal humillación, sin poder esconder, ni disimular, ni  menos acallar  aquellos sonidos incontrolables y aberrantemente desafinados.
Pero aún les faltaban, a estos niños,  sorpresas inmerecidas. Y aunque se acostaron a las 2:00 a.m., a las 5 de la mañana debieron levantarse nuevamente, hacer fila para bañarse y para asistir a la misa de 6. Luego hicieron fila para ingresar al comedor y desayunar agua dulce con una masa en forma de galleta redonda. Ningún tipo de golosina adicional, como se acostumbraba en Navidad.
Ya era tradición de varios años atrás, que todos los 25 de diciembre, los niños y niñas, en número de 200 y más, visitaban a en su mansión de Moravia a Mister  Chale, un señor muy rico belga, holandés, alemán, ingles, vaya a saberse cuál era su verdadera nacionalidad. Pues para los efectos esto poco importaba.
El ritual de entrega de regalos empezaba  a las 8 de la mañana, con una breve acción de gracias al Creador al pie de un ciprés inmenso, bellamenet decorado y cargado de cientos y cientos de presentes. De seguido, Mister Chalo entregaba personalmente todos los regalos,  llamando a cada uno por su nombre y apellido. Algunos no se reconocían cuando escuchaban el apellido. Y esto hacía más lenta la entrega de regalos. Luego de concluida la parte más importante, acompañada, desde luego, por la apertura de los regalos y algunos minutos para disfrutarlos, seguía, cercano el medio día, la comilona. Suculenta y abundante, acompañada de unas patas navideñas con todo tipo de chocolates, galletas y algunas manzanas.
Algún observador que mirara a distancia el espectáculo podría imaginar que aquello no era una fiesta navideña, sino una locura creada por niños incontrolables. Tal  era el gozo, las correrías de un lugar a otro, sin punto fijo, los encuentros entre niños y niñas para mostrarse y competir por el mejor regalo.
Después de 8 horas de celebraciones, como una había en el año, los buses contratados por el mismo Mister Chale partieron, de regreso, a la realidad.
 Las monjas no podían impedir el recibo de regalos. Tampoco que sus niños castigados se hartaran hasta vomitar, más tarde,  el refrito de carnes, arroz, chocolates, galletas, confites refrescos, uvas y manzanas.  
Pero ya en el Hospicio, Sor Gabriela, acompañada del celador recogieron a los niños del dormitorio mayor todos sus juguetes y los guardaron en la bodega, a la par de una vitrola vieja, cientos de acetatos viejos, sillas quebradas, escaleras, palos de piso, escobas, carbolina, jabón de cerdo, y papel periódico usado para limpiarse después de defecar.
Y sólo les permitieron jugar con ellos al domingo siguiente. Y en lo sucesivo, sólo los domingos. Y cuando un chiquito que le caía bien a las monjas destruía su regalo, a otros les quitaban el suyo para sustituir el destruído del niño chineado.
La Madre Superiora adelantó su partida para tres días después del 25 de diciembre, si bien la fecha señalada era marzo del año siguiente,
Alcázar regresó al Hospicio precisamente el día en que la Madre Superiora abandonaba las instalaciones. Quizás se encontraron en el mismo lugar, a la misma hora y hasta cruzaron miradas.
Pero el destino ya había escrito el trazado de vida de Alcázar.  Cuando se enteró que le habían quitado el lugar en el coro para lucirse con el solo de la “Noche de paz, noche de amor, todo duerme alrededor”, la emprendió a patadas con Daniel. Le rompió la nariz y algunos huesos que lo llevaron al hopital.
A Alcázar solo le faltaba  un año para sacar el sexto grado. Y aunque no tenía la edad para estar en el hospicio, le habían permitido mantenerse ese año en razón de sus dotes musicales y su actitud siempre servicial. Las monjas decidieron expulsarlo de inmediato. Y mandaron a llamar al único pariente que tenía, el mismo que lo había llevado a ese lugar: su padrastro.
Los demás niños celebraron con gritos de alegría la partida de Alcázar porque no sólo les robaba la comida, los obligaba a hacer sus tareas escolares y domésticas, sino que en la oscuridad de la noche se llevaba a algún niño distinto para abusar de él.

NAVIDAD –SOLEDAD. NAVIDAD INVISIBLE, NAVIDAD MELANCÓLICA

NAVIDAD –SOLEDAD. NAVIDAD INVISIBLE, NAVIDAD MELANCÓLICA
Luis Montoya Salas
Comunicólogo

Existen historias de vida cuyas circunstancias del tiempo transgreden las leyes sociales de la realidad aparente. Su principal característica es el desconocimiento que de ellas tienen los llamados estudiosos de las ciencias sociales (sociólogos, psicólogos, trabajadores sociales); y, por extensión, los periodistas. Este desconocimiento ignora por tanto, las implicaciones sociales  derivadas de la  intensa vivencia emocional cargada de recuerdos melancólicos (antítesis de la nostalgia), de preguntas en soledad, con pseudo-respuestas llenas de impotencia que alimentan más el desgarrador dolor de la orfandad. Este residuo social que abunda en las cárceles, en  los hospicios de huérfanos, en los centros para la atención de los huérfanos de guerra y, más recientemente, en los “hogares” de ancianos es, también, un lastre mental que persigue y traiciona, inconscientemente a quienes viven en la edad crucial del proceso de socialización, este mundo oscuro de los “sin padres”. Los científicos sociales deberían incursionar en la psyque de tantas personas todavía hoy, calificadas conel estereotipo de “antisociales” que fueron condenadas por delitos cuyo origen se rastrea en su más tierna infancia.
La historia aquí se narrada aconteció en los años 50 del siglo pasado. Y revive, al compararla con  el valor real de las frases cliché “feliz navidad”, “próspero año nuevo”, “que la dicha y la paz….. etc. etc.

Sor Gabriela, monja guatemalteca de unos 55 años perteneciente a la congregación de las hermanas de la caridad  tenía bajo su responsabilidad a 104 niños mayores de 6 años y menores de 14, internados en un antiguo orfelinato  situado en el Barrio Aranjuez de la capital de Costa Rica, al costado oeste de la Aduana principal.
Algunos tenían nombres cuyos apellidos eran: Carlos, el número 64; Ernesto, el número 104, Alcázar, el número 66; Luis, el número 08. Muchos serían recordados por un mote: “bolillo”, “bombo”, “tomate”, “bizco”, “cabezas”. Uno en particular, Juanico, tenía el número de la muerte, pues ahí murio, en el Hospicio, por desprecio del celador a su enfermedad, la epilepsia y a su nivel mental, por debajo del normal. Un día cualquiera, después del almuerzo Juanico se mecía muy alto y por largo rato en el columpio. De pronto cae al suelo. Y al quererse levantar, el filo de la mecedora se estrella contra la parte trasera inferior de su cráneo. Convulsiona y vomita. El celador cree que es otro más de sus molestos ataques epilépticos. Lo levanta del suelo, lo tiende en su cama y se olvida. Algunos días después lo entierran…
Como cada 24 de diciembre de quién sabe cuántos años, a las 10 en punto de la noche, Sor Gabriela  golpeó una vez más, la ventanilla de su habitación cubierta con una cortinita blanca que, en la oscuridad de la noche dejaba traslucir una luz mística, haciendo más distante, santo y misterioso el mundo espiritual de Sor Gabriela. La ventanilla colindaba hacia el norte con el  inmenso salón-dormitorio, desde donde observaba todos los movimientos y acciones de los huérfanitos. Al oeste estaba el dormitorio de unos 12 bebés, de algunos meses  hasta  5 años. Pero como ese sector no era de su incumbencia, no tenía ventanilla.
Para complemen tar su tarea de vigilancia contaba con un celador, quien dormía muy cerca de la ventanilla y debía aplicar las medidas disciplinarias propias de la institución.
El golpeteo en el vidrio hizo saltar de la cama al celador. De inmediato, con la rabia del sueño truncado empezó a arrancar las cobijas de las 13 camas de  8 hileras. Esta tarea  le habría tomado, como cada 24 de diciembre, apenas 15 minutos, sumados al tiempo que los huérfanos hacían fila para bañarse, defecar, orinar y vestirse  y armar de nuevo  una fila para ingresar a la capilla de la Medalla Milagrosa: 30 minutos antes de la medianoche. Pero esa nochebuena, Alcázar, el huérfano con más años de edad y de estar internado se rehusó a levantarse. Tomó las cob ijas del suelo y se enroscó. Sólo pedía algunos minutos más de sueño, mientras todos sus otros compañeros de infortunio realizaban  sus quehaceres.  Con este cambio de turno, Alcázar violaba,  por primera vez la norma impuesta por él mismo  de ser el primero en ducharse, defecar y orinar.
El celador, obnubilado por su cargo y por el imperativo de autoridad,  no se lo permitió. Se armó entonces una verborréica trifulca que terminó en golpes y con el celador por los suelos. El escándalo que hicieron los niños alertó a Sor Gabriela quien sólo atinó a llamar al cuartel de la Policía Militar, ubicado a unas 8 cuadras, frente a la antigua Fábrica Nacional de Licores. A los pocos minutos, dos policías militares con su camisa verde olivo, su pantalón de un verde más oscuro, botines altos y amarrados  y un casco  con las letras PM  en blanco alzaron en vilo a Alcázar con tal facilidad, no obstante el tamaño de Alcázar de 1,70 y su peso, pues era bastante obeso gracias a la comida que le arrebataba a los demás hospicianos.
Al fin, con  este desvío inesperado en la rutina hospiciana, pero con un retraso de 15  minutos, los niños estaban todos en fila, frente a la capilla.
Sin embargo, en esos 15 minutos habían ocurrido cosas en las otras instancias del hospicio. El monseñor cedido expresamente por la Curia para ejecutar el ritual de la misa concelebrada interpretó la demora como un despecho a su investidura y se fue, asi como su  acompañante. Y aunque la misa siempre se celebró ya no tendría la majestuosidad con la cual pretendían despedir a la Madre Superiora, llamada por la jerarquía, desde París, para servir en otro país. Y para terminar de arruinar la Misa de Gallo preparada con todo detalle durante meses, el tenor que haría el solo en “la noche de paz, noche de amor, todo duerme  alrededor” , Alcázar, estaba en  “el tabo”.  
Quizás debió ser así, para poder recorrer en todo su esplendor, la decoración de la capilla. El cielo,  pintado de un azul cielo intenso reverberaba con la cantidad de estrellas de papel metálico dorado y plateado que ahí había colocado, Alcázar, precisamente. Y a todo lo largo y ancho de la capilla se habían instalado cortinas colgantes de lino, bordeadas con helechos verdes del género enredadera recién cortados en la parte inferior y tejido dorado en la parte superior.  Las imágenes habían sido retocadas y las piezas doradas lucían como de oro puro. Los rayos de  luz que salían  de las manos de la Virgen Milagrosa fueron sustituidos por nuevos y se cambiaron las  bombillas malas, por nuevas. La Virgen que siempre lucía bella, ahora lo era aun más.  Santa Luisa de Marillac  vio estrenar  nueva corneta (así  le llamaban  al pesado gorro que usaban las hermanas de la caridad). Los cuatro evangelistas incrustados en la base del altar parecían tan reales que hasta querían liberarse del mármol que los aprisionaba.
 El coro, ubicado en la parte superior, muy cerca del cielo albergaba un viejo órgano eléctrico con sus teclas amarilletas y algunas bancas para que los niños más pequeños pudieran ver lo que ocurría en el altar mayor. Aunque los ensayos de  las canciones se hacían en el salón de actos, con la niña doña Lina, la maestra de música, esposa de don Orozco,  quien tocaba el órgano era su esposo, señor gruñón y exigente aunque no muy ducho con el teclado pues a menudo fallaba con las notas musicales. En cuanto al solo de la pieza musical “Noche de paz” y ante la ausencia de Alcázar,  la niña doña Lina designó a Daniel, el número 43,  para que lo interpretara.
Al término de la Misa de Gallo y mientras hacían  fila para pasar al comedor, todos los niños se imaginaban  el olor de las galletas María y  degustaban el caliente y sabroso chocolate tradicional de la Navidad, Ya soñaban, bien despiertos, con salir al patio principal para mirar la estrella del Niño Dios, o del Divino Niño como se atrevían a llamarlo las monjas del Hospicio,  en aquel cielo decembrino generoso en estrellas de todo tamaño y brillo.
Pero, las implicaciones del atraso producido por Alcázar cayeron sobre los otros niños. Con su capricho, Alcázar tiró por la borda todo el proceso de esmerada preparación por parte de la comunidad del Hospicio, en el cual, dicho sea de paso el mismo Alcázar, por su estatura,  jugó su  papel  guindando las cortinas, pegando  estrellas en el cielo y  colocando  helechos. Las monjas subalternas querían impresionar a su Madre Superiora con la mejor despedida jamás recibida, para agradecerle su sensibilidad, humildad, desprendimiento, compromiso y cariño.  Los niños vieron rota la esperanza alimentada durante todo el año de inaugurar la Navidad tomando  el tradiconal chocolate acompañado de las galletas María. Tampoco pudieron salir al patio a soñar despiertos el cielo decembrino, el aquí y el allá, el ahora y el más allá. No tenían deseos qué pedir al ver estrellas fugaces. Sólo eran eso, pues no tenían cultura de esperar algún futuro.
Y así, con el estómago vacío en el silencio hospiciano que duró el trayecto desde la capilla hasta el dormitorio, los niños escuchaban  el concierto de sus tripas enardecidas por tal humillación, sin poder esconder, ni disimular, ni  menos acallar  aquellos sonidos incontrolables y aberrantemente desafinados.
Pero aún les faltaban, a estos niños,  sorpresas inmerecidas. Y aunque se acostaron a las 2:00 a.m., a las 5 de la mañana debieron levantarse nuevamente, hacer fila para bañarse y para asistir a la misa de 6. Luego hicieron fila para ingresar al comedor y desayunar agua dulce con una masa en forma de galleta redonda. Ningún tipo de golosina adicional, como se acostumbraba en Navidad.
Ya era tradición de varios años atrás, que todos los 25 de diciembre, los niños y niñas, en número de 200 y más, visitaban a en su mansión de Moravia a Mister  Chale, un señor muy rico belga, holandés, alemán, ingles, vaya a saberse cuál era su verdadera nacionalidad. Pues para los efectos esto poco importaba.
El ritual de entrega de regalos empezaba  a las 8 de la mañana, con una breve acción de gracias al Creador al pie de un ciprés inmenso, bellamenet decorado y cargado de cientos y cientos de presentes. De seguido, Mister Chalo entregaba personalmente todos los regalos,  llamando a cada uno por su nombre y apellido. Algunos no se reconocían cuando escuchaban el apellido. Y esto hacía más lenta la entrega de regalos. Luego de concluida la parte más importante, acompañada, desde luego, por la apertura de los regalos y algunos minutos para disfrutarlos, seguía, cercano el medio día, la comilona. Suculenta y abundante, acompañada de unas patas navideñas con todo tipo de chocolates, galletas y algunas manzanas.
Algún observador que mirara a distancia el espectáculo podría imaginar que aquello no era una fiesta navideña, sino una locura creada por niños incontrolables. Tal  era el gozo, las correrías de un lugar a otro, sin punto fijo, los encuentros entre niños y niñas para mostrarse y competir por el mejor regalo.
Después de 8 horas de celebraciones, como una había en el año, los buses contratados por el mismo Mister Chale partieron, de regreso, a la realidad.
 Las monjas no podían impedir el recibo de regalos. Tampoco que sus niños castigados se hartaran hasta vomitar, más tarde,  el refrito de carnes, arroz, chocolates, galletas, confites refrescos, uvas y manzanas.  
Pero ya en el Hospicio, Sor Gabriela, acompañada del celador recogieron a los niños del dormitorio mayor todos sus juguetes y los guardaron en la bodega, a la par de una vitrola vieja, cientos de acetatos viejos, sillas quebradas, escaleras, palos de piso, escobas, carbolina, jabón de cerdo, y papel periódico usado para limpiarse después de defecar.
Y sólo les permitieron jugar con ellos al domingo siguiente. Y en lo sucesivo, sólo los domingos. Y cuando un chiquito que le caía bien a las monjas destruía su regalo, a otros les quitaban el suyo para sustituir el destruído del niño chineado.
La Madre Superiora adelantó su partida para tres días después del 25 de diciembre, si bien la fecha señalada era marzo del año siguiente,
Alcázar regresó al Hospicio precisamente el día en que la Madre Superiora abandonaba las instalaciones. Quizás se encontraron en el mismo lugar, a la misma hora y hasta cruzaron miradas.
Pero el destino ya había escrito el trazado de vida de Alcázar.  Cuando se enteró que le habían quitado el lugar en el coro para lucirse con el solo de la “Noche de paz, noche de amor, todo duerme alrededor”, la emprendió a patadas con Daniel. Le rompió la nariz y algunos huesos que lo llevaron al hopital.
A Alcázar solo le faltaba  un año para sacar el sexto grado. Y aunque no tenía la edad para estar en el hospicio, le habían permitido mantenerse ese año en razón de sus dotes musicales y su actitud siempre servicial. Las monjas decidieron expulsarlo de inmediato. Y mandaron a llamar al único pariente que tenía, el mismo que lo había llevado a ese lugar: su padrastro.
Los demás niños celebraron con gritos de alegría la partida de Alcázar porque no sólo les robaba la comida, los obligaba a hacer sus tareas escolares y domésticas, sino que en la oscuridad de la noche se llevaba a algún niño distinto para abusar de él.