NAVIDAD –SOLEDAD. NAVIDAD INVISIBLE, NAVIDAD MELANCÓLICA
Luis Montoya Salas
Comunicólogo
Existen historias de vida cuyas circunstancias del tiempo transgreden las leyes sociales de la realidad aparente. Su principal característica es el desconocimiento que de ellas tienen los llamados estudiosos de las ciencias sociales (sociólogos, psicólogos, trabajadores sociales); y, por extensión, los periodistas. Este desconocimiento ignora por tanto, las implicaciones sociales derivadas de la intensa vivencia emocional cargada de recuerdos melancólicos (antítesis de la nostalgia), de preguntas en soledad, con pseudo-respuestas llenas de impotencia que alimentan más el desgarrador dolor de la orfandad. Este residuo social que abunda en las cárceles, en los hospicios de huérfanos, en los centros para la atención de los huérfanos de guerra y, más recientemente, en los “hogares” de ancianos es, también, un lastre mental que persigue y traiciona, inconscientemente a quienes viven en la edad crucial del proceso de socialización, este mundo oscuro de los “sin padres”. Los científicos sociales deberían incursionar en la psyque de tantas personas todavía hoy, calificadas conel estereotipo de “antisociales” que fueron condenadas por delitos cuyo origen se rastrea en su más tierna infancia.
La historia aquí se narrada aconteció en los años 50 del siglo pasado. Y revive, al compararla con el valor real de las frases cliché “feliz navidad”, “próspero año nuevo”, “que la dicha y la paz….. etc. etc.
Sor Gabriela, monja guatemalteca de unos 55 años perteneciente a la congregación de las hermanas de la caridad tenía bajo su responsabilidad a 104 niños mayores de 6 años y menores de 14, internados en un antiguo orfelinato situado en el Barrio Aranjuez de la capital de Costa Rica, al costado oeste de la Aduana principal.
Algunos tenían nombres cuyos apellidos eran: Carlos, el número 64; Ernesto, el número 104, Alcázar, el número 66; Luis, el número 08. Muchos serían recordados por un mote: “bolillo”, “bombo”, “tomate”, “bizco”, “cabezas”. Uno en particular, Juanico, tenía el número de la muerte, pues ahí murio, en el Hospicio, por desprecio del celador a su enfermedad, la epilepsia y a su nivel mental, por debajo del normal. Un día cualquiera, después del almuerzo Juanico se mecía muy alto y por largo rato en el columpio. De pronto cae al suelo. Y al quererse levantar, el filo de la mecedora se estrella contra la parte trasera inferior de su cráneo. Convulsiona y vomita. El celador cree que es otro más de sus molestos ataques epilépticos. Lo levanta del suelo, lo tiende en su cama y se olvida. Algunos días después lo entierran…
Como cada 24 de diciembre de quién sabe cuántos años, a las 10 en punto de la noche, Sor Gabriela golpeó una vez más, la ventanilla de su habitación cubierta con una cortinita blanca que, en la oscuridad de la noche dejaba traslucir una luz mística, haciendo más distante, santo y misterioso el mundo espiritual de Sor Gabriela. La ventanilla colindaba hacia el norte con el inmenso salón-dormitorio, desde donde observaba todos los movimientos y acciones de los huérfanitos. Al oeste estaba el dormitorio de unos 12 bebés, de algunos meses hasta 5 años. Pero como ese sector no era de su incumbencia, no tenía ventanilla.
Para complemen tar su tarea de vigilancia contaba con un celador, quien dormía muy cerca de la ventanilla y debía aplicar las medidas disciplinarias propias de la institución.
El golpeteo en el vidrio hizo saltar de la cama al celador. De inmediato, con la rabia del sueño truncado empezó a arrancar las cobijas de las 13 camas de 8 hileras. Esta tarea le habría tomado, como cada 24 de diciembre, apenas 15 minutos, sumados al tiempo que los huérfanos hacían fila para bañarse, defecar, orinar y vestirse y armar de nuevo una fila para ingresar a la capilla de la Medalla Milagrosa: 30 minutos antes de la medianoche. Pero esa nochebuena, Alcázar, el huérfano con más años de edad y de estar internado se rehusó a levantarse. Tomó las cob ijas del suelo y se enroscó. Sólo pedía algunos minutos más de sueño, mientras todos sus otros compañeros de infortunio realizaban sus quehaceres. Con este cambio de turno, Alcázar violaba, por primera vez la norma impuesta por él mismo de ser el primero en ducharse, defecar y orinar.
El celador, obnubilado por su cargo y por el imperativo de autoridad, no se lo permitió. Se armó entonces una verborréica trifulca que terminó en golpes y con el celador por los suelos. El escándalo que hicieron los niños alertó a Sor Gabriela quien sólo atinó a llamar al cuartel de la Policía Militar, ubicado a unas 8 cuadras, frente a la antigua Fábrica Nacional de Licores. A los pocos minutos, dos policías militares con su camisa verde olivo, su pantalón de un verde más oscuro, botines altos y amarrados y un casco con las letras PM en blanco alzaron en vilo a Alcázar con tal facilidad, no obstante el tamaño de Alcázar de 1,70 y su peso, pues era bastante obeso gracias a la comida que le arrebataba a los demás hospicianos.
Al fin, con este desvío inesperado en la rutina hospiciana, pero con un retraso de 15 minutos, los niños estaban todos en fila, frente a la capilla.
Sin embargo, en esos 15 minutos habían ocurrido cosas en las otras instancias del hospicio. El monseñor cedido expresamente por la Curia para ejecutar el ritual de la misa concelebrada interpretó la demora como un despecho a su investidura y se fue, asi como su acompañante. Y aunque la misa siempre se celebró ya no tendría la majestuosidad con la cual pretendían despedir a la Madre Superiora, llamada por la jerarquía, desde París, para servir en otro país. Y para terminar de arruinar la Misa de Gallo preparada con todo detalle durante meses, el tenor que haría el solo en “la noche de paz, noche de amor, todo duerme alrededor” , Alcázar, estaba en “el tabo”.
Quizás debió ser así, para poder recorrer en todo su esplendor, la decoración de la capilla. El cielo, pintado de un azul cielo intenso reverberaba con la cantidad de estrellas de papel metálico dorado y plateado que ahí había colocado, Alcázar, precisamente. Y a todo lo largo y ancho de la capilla se habían instalado cortinas colgantes de lino, bordeadas con helechos verdes del género enredadera recién cortados en la parte inferior y tejido dorado en la parte superior. Las imágenes habían sido retocadas y las piezas doradas lucían como de oro puro. Los rayos de luz que salían de las manos de la Virgen Milagrosa fueron sustituidos por nuevos y se cambiaron las bombillas malas, por nuevas. La Virgen que siempre lucía bella, ahora lo era aun más. Santa Luisa de Marillac vio estrenar nueva corneta (así le llamaban al pesado gorro que usaban las hermanas de la caridad). Los cuatro evangelistas incrustados en la base del altar parecían tan reales que hasta querían liberarse del mármol que los aprisionaba.
El coro, ubicado en la parte superior, muy cerca del cielo albergaba un viejo órgano eléctrico con sus teclas amarilletas y algunas bancas para que los niños más pequeños pudieran ver lo que ocurría en el altar mayor. Aunque los ensayos de las canciones se hacían en el salón de actos, con la niña doña Lina, la maestra de música, esposa de don Orozco, quien tocaba el órgano era su esposo, señor gruñón y exigente aunque no muy ducho con el teclado pues a menudo fallaba con las notas musicales. En cuanto al solo de la pieza musical “Noche de paz” y ante la ausencia de Alcázar, la niña doña Lina designó a Daniel, el número 43, para que lo interpretara.
Al término de la Misa de Gallo y mientras hacían fila para pasar al comedor, todos los niños se imaginaban el olor de las galletas María y degustaban el caliente y sabroso chocolate tradicional de la Navidad, Ya soñaban, bien despiertos, con salir al patio principal para mirar la estrella del Niño Dios, o del Divino Niño como se atrevían a llamarlo las monjas del Hospicio, en aquel cielo decembrino generoso en estrellas de todo tamaño y brillo.
Pero, las implicaciones del atraso producido por Alcázar cayeron sobre los otros niños. Con su capricho, Alcázar tiró por la borda todo el proceso de esmerada preparación por parte de la comunidad del Hospicio, en el cual, dicho sea de paso el mismo Alcázar, por su estatura, jugó su papel guindando las cortinas, pegando estrellas en el cielo y colocando helechos. Las monjas subalternas querían impresionar a su Madre Superiora con la mejor despedida jamás recibida, para agradecerle su sensibilidad, humildad, desprendimiento, compromiso y cariño. Los niños vieron rota la esperanza alimentada durante todo el año de inaugurar la Navidad tomando el tradiconal chocolate acompañado de las galletas María. Tampoco pudieron salir al patio a soñar despiertos el cielo decembrino, el aquí y el allá, el ahora y el más allá. No tenían deseos qué pedir al ver estrellas fugaces. Sólo eran eso, pues no tenían cultura de esperar algún futuro.
Y así, con el estómago vacío en el silencio hospiciano que duró el trayecto desde la capilla hasta el dormitorio, los niños escuchaban el concierto de sus tripas enardecidas por tal humillación, sin poder esconder, ni disimular, ni menos acallar aquellos sonidos incontrolables y aberrantemente desafinados.
Pero aún les faltaban, a estos niños, sorpresas inmerecidas. Y aunque se acostaron a las 2:00 a.m., a las 5 de la mañana debieron levantarse nuevamente, hacer fila para bañarse y para asistir a la misa de 6. Luego hicieron fila para ingresar al comedor y desayunar agua dulce con una masa en forma de galleta redonda. Ningún tipo de golosina adicional, como se acostumbraba en Navidad.
Ya era tradición de varios años atrás, que todos los 25 de diciembre, los niños y niñas, en número de 200 y más, visitaban a en su mansión de Moravia a Mister Chale, un señor muy rico belga, holandés, alemán, ingles, vaya a saberse cuál era su verdadera nacionalidad. Pues para los efectos esto poco importaba.
El ritual de entrega de regalos empezaba a las 8 de la mañana, con una breve acción de gracias al Creador al pie de un ciprés inmenso, bellamenet decorado y cargado de cientos y cientos de presentes. De seguido, Mister Chalo entregaba personalmente todos los regalos, llamando a cada uno por su nombre y apellido. Algunos no se reconocían cuando escuchaban el apellido. Y esto hacía más lenta la entrega de regalos. Luego de concluida la parte más importante, acompañada, desde luego, por la apertura de los regalos y algunos minutos para disfrutarlos, seguía, cercano el medio día, la comilona. Suculenta y abundante, acompañada de unas patas navideñas con todo tipo de chocolates, galletas y algunas manzanas.
Algún observador que mirara a distancia el espectáculo podría imaginar que aquello no era una fiesta navideña, sino una locura creada por niños incontrolables. Tal era el gozo, las correrías de un lugar a otro, sin punto fijo, los encuentros entre niños y niñas para mostrarse y competir por el mejor regalo.
Después de 8 horas de celebraciones, como una había en el año, los buses contratados por el mismo Mister Chale partieron, de regreso, a la realidad.
Las monjas no podían impedir el recibo de regalos. Tampoco que sus niños castigados se hartaran hasta vomitar, más tarde, el refrito de carnes, arroz, chocolates, galletas, confites refrescos, uvas y manzanas.
Pero ya en el Hospicio, Sor Gabriela, acompañada del celador recogieron a los niños del dormitorio mayor todos sus juguetes y los guardaron en la bodega, a la par de una vitrola vieja, cientos de acetatos viejos, sillas quebradas, escaleras, palos de piso, escobas, carbolina, jabón de cerdo, y papel periódico usado para limpiarse después de defecar.
Y sólo les permitieron jugar con ellos al domingo siguiente. Y en lo sucesivo, sólo los domingos. Y cuando un chiquito que le caía bien a las monjas destruía su regalo, a otros les quitaban el suyo para sustituir el destruído del niño chineado.
La Madre Superiora adelantó su partida para tres días después del 25 de diciembre, si bien la fecha señalada era marzo del año siguiente,
Alcázar regresó al Hospicio precisamente el día en que la Madre Superiora abandonaba las instalaciones. Quizás se encontraron en el mismo lugar, a la misma hora y hasta cruzaron miradas.
Pero el destino ya había escrito el trazado de vida de Alcázar. Cuando se enteró que le habían quitado el lugar en el coro para lucirse con el solo de la “Noche de paz, noche de amor, todo duerme alrededor”, la emprendió a patadas con Daniel. Le rompió la nariz y algunos huesos que lo llevaron al hopital.
A Alcázar solo le faltaba un año para sacar el sexto grado. Y aunque no tenía la edad para estar en el hospicio, le habían permitido mantenerse ese año en razón de sus dotes musicales y su actitud siempre servicial. Las monjas decidieron expulsarlo de inmediato. Y mandaron a llamar al único pariente que tenía, el mismo que lo había llevado a ese lugar: su padrastro.
Los demás niños celebraron con gritos de alegría la partida de Alcázar porque no sólo les robaba la comida, los obligaba a hacer sus tareas escolares y domésticas, sino que en la oscuridad de la noche se llevaba a algún niño distinto para abusar de él.
Al igual que ustedes me he preguntado: ¿ todas las navidades en el hospicio fueron así?
Desde luego que no. Pero los acontecimientos ocurridos ese 24 de diciembre de algún año de 1950 fueron tan impactantes que opacaron los recuerdos de otras navidades y los trascendieron en el tiempo.