El título sugiere que todas nuestras acciones proyectan en los demás lo que somos y quienes somos, al igual que el espejo.
miércoles, 27 de enero de 2021
El Escorpión de 11 a 3. Crónica de una niña huérfana y su destino final
EL ESCORPIÓN, DE 11 A 3
Luid Montoya Salas
Comunicólogo
Un 28 de enero de 1960 nació Evelyn, sin apellido conocido. 6 libras. Hembra.
Sus amigas cercanas subrayaban un hecho curioso escuchado de la madre de Evelyn: al salir de su vientre lloró más de lo que algún recién nacido pudo haber llorado. Y con tal desconsuelo y fuerza como para asustar al personal del hospital. Y sólo terminó su llanto cuando cayó rendida por el esfuerzo. Lloró, como nunca más lloraría. Y apenas si lanzó algunos suspiros disimulados de incomprensión por la muerte de su madre, a los 7 años.
A esa edad, precisa y preciosa, en el rango de los años cruciales para determinar la personalidad de los niños, unas tías la internaron en un orfanato de San José, incapaces de asumir su crianza
La conocí en un ejercicio académico realizado con mis alumnos del curso introductorio de Comunicación en una universidad pública. Y quiso la casualidad que compartiéramos experiencias pasadas afines en las cuales yo me proyectaba, como en un espejo. Evelyn sentía y resentía como si el hospicio cual fantasma castigador, con sus monjas, su disciplina, su aislamiento, su silencio, su ausencia de identidad pero sobre todo el eterno aislamiento en medio de la multitud “le hubiera inyectado huevecillos de melancolía en los ojos, atornillándole decenas de capillas católicas sobre los hombros al tiempo que llenaba su boca de místicos eructos: letanías mezcladas con comidas simplonas, tipo “rancho carcelario”, repetitivas, sin sabor ni color, ni olor; apenas lo básico para matar el hambre. Y los cánticos redundantes de las oraciones en labios de las monjas atormentándole sus oídos. Para siempre”
“De cuando en vez, los recuerdos que tengo de chiquilla no sé si me alegran o entristecen como la casita con latas de zinc y piso e´ tierra donde viví mis primeros años, con mis papás en San Carlos”, me contó Evelyn, una de tantas veces que compartimos una mesa en el night club El Escorpión, en la Plaza Víquez de la capital.
El último día que la vi, sus ojos eran astillas de vidrio, efecto, quizás de los cruces de droga y alcohol.
Yo la observaba, con mi aire inquisidor del profesor universitario que dice conocer la teoría de la realidad o la realidad teórica y comprende “el marco conceptual totalmente antagónico, disímil y vertical en que se circunscribía la vida de esa artista del estriptis Para entonces, Evelyn tenía 25 años, apenas.
Mientras notaba su mirada perdida imaginaba el interior de su cerebro como laberintos azul- violeta, rojo, anaranjado por donde viajaban sus estímulos neuronales, la energía del pensamiento. El hipotálamo de grasa y colesterol.
Evelyn subió a la tarima. Las notas del piano de Clyderman se deslizaban sobre la pista.
La hembra bailó de cara a los espejos, en contorsiones suaves, debidamente estudiadas, levantando piernas y moviendo los brazos en círculos y sus manos rozando sus cadavéricas piernas… De cuando en vez, se volteaba de cara al público y lanzaba una prenda.
Cuando estuvo desnuda, mirando a los clientes “respetables” cayó de rodillas. Invocó con un grito a Dios y empezó a rezar el Santo Rosario: “Un misterio, por las damas benefactoras, para que sus gladiolas y pensamientos que adornan el altar no se marchiten. Otro misterio, de los dolorosos, por la salud de doña Hortensia, para que nos lleve a Puntarenas…”
Todos los presentes, petrificados. Por algunos instantes. Porque muy luego, los de la seguridad del night club envolvieron a Evelyn con una frazada y se la llevaron al camerino.
A los pocos minutos, Evelyn levantó la cortina roja que separaba la miseria de las bailarinas, de los goces de sus clientes. Y con un caminar de modelo de pasarela, con sus ojos que saltaban de un lado a otro y de abajo al infinito se acercó a la mesa para sentarse muy cerca de mí. Toda vestida se veía más gastada. Ella misma, se sentía otra.
Entre dientes, recitaba frases incoherentes, con pausas breves… “Para ir a misa, fila. Para ir al cine, fila. Para ir al excusado, fila. Para recibir los regalos navideños, fila. Para comer, fila. Para comulgar, fila. Siempre la misma fila, de dos en dos, con tres ladrillos de distancia. ¡Mi vida es una fila de m……! ¿Verdá?”
Con la última palabra, el colapso. Evelyn cayó. La seguridad del night club sacó a todos los clientes. Vino la policía; y detrás, los periodistas.
“Hoy, en horas de la madrugada fue encontrada muerta en un night club capitalino, una mujer de la vida alegre que respondía al nombre artístico de Evelyn. Según fuentes bien informadas, la bailarina habría muerto por una sobredosis de cocaína.”
La misma fuente declaró, sin autorizar la revelación de su nombre, que “esta muerte se produce en mal momento, pues se sospechaba su vínculo con un importante distribuidor de la fatídica droga”.
Ernestina, verdadero nombre de Evelyn, dejó el orfanato a los 14 años para trabajar como sirvienta en la casa de una benefactora de la institución. Y el único punto en común entre ambos fue el estar internados en el mismo orfanato, en épocas diferentes.
Evelyn pronto cumplirá 61 años de nacida y 36, de muerta.
Escribo esta crónica periodística, a la memoria de cientos de miles de mujeres que nacen y mueren, como Ernestina (¿o como Evelyn?) en el enigma de la soledad, dejando apenas una estela de su vida en la pista de algún night club del planeta Tierra.
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