martes, 26 de febrero de 2013

HISTORIAS DE VIDA: TICOS EN PARÍS…

Dr.  Luis Montoya Salas
Comunicólogo
“Los ticos somos como una perla preciosa  en el fondo de una ostra; pero…..”

En Costa Rica, cursaba clases de francés en la Facultad de Lenguas Modernas. Por esta  razón  conocí al agregado cultural de la Embajada de Francia quien me obsequió la pintura que acompaña el presente artículo. Esta pintura también sirvió de ilustración a un artículo científico sobre literatura inglesa publicado en la Revista Polítglota, medio informativo de la Asociació de Estudiantes de Lenguas Modernas de la UCR, de la cual fui su presidente.....  

“A cualquier lugar del mundo al que vayas, encontrarás  un tico”.
Esta frase la escuché, por primera vez, a principios de los años 80, en boca de algunos ticos que visitaban el apartamento que, en París, compartía con mi ex esposa y nuestra hija, de apenas 2 años.  Contaban, entre otras historias, el caso de un tico que oficiaba de faquir, encantador de serpientes,  en las  calles de Bagdad.   
Quienes viajaban a menudo comentaban, que los ticos eran fáciles de identificar en los aviones de LACSA (la aerolínea  más utilizada gracias a su bandera nacional). Esta empresa  obsequiaba   licores   en sus vuelos; y los ticos de pico flojo se emborrachaban  y armaban una  algarabía con sus “ticos, ticoooooooos” en coro,  sin considerar la idiosincrasia de los otros pasajeros. 
Hace 30 años era difícil  atravesar “el charco” (el Océano Atlántico) para realizar estudios especializados en alguna universidad europea.  Yo tuve la dicha de ser el primer bachiller de la  Escuela de Periodismo en dar el gran salto. Obtuve una beca por 4 años para especializarme  en comunicación audiovisual.
 Escogí París, porque en los cursos de francés que seguí en la Alianza Francesa proyectaban unos filmes en blanco y negro con un dominante color sepia cuyos  efectos de luz le imprimían al ambiente un aire de misteriosa nostalgia. Sin duda,  en alguna vida anterior  había estado ahí, mirando  las sombras grises del imponente Trocadéro,  muy cerca de la  Tour Eiffel. Y Le Panthéon me abría sus puertas para desfilar ante los féretros de las grandes personalidades de la literatura, la ciencia,  la política francesa. 
Las notas agudas demolían  mis neuronas envolviéndome en una profunda e inexplicable emoción.   
 A medida que el narrador francés describía las imágenes,  las luces  de un blanco intenso irradiando de los faroles a lo largo de las anchas avenidas  le imprimían vida  a los vehículos
modelo 50, 60 que dejaban sutiles estelas,  perdiéndose  en la neblina de la noche. Y las sombras de los  árboles adquirían formas de  soldados,  guardianes de la Ciudad de la Luz” . Los edificios,  silueteados en negro adquirían una dignidad, una majestuosidad pero al mismo tiempo un misterio que estimulaba a buscar en sus adentros recónditos secretos.  Y  al tiempo que los bateaux mouches ,  esos barcos  turísticos con techo transparente   transportaban incansables por el río Sena a los turistas recién venidos, la música, con sus predominantes  notas agudas demolía mis neuronas envolviéndome en una profunda e inexplicable emoción. 
 Nos dejó en un hotelito cerca del Parc Montsourí  en el barrio 12 de París
Por aquellos años, la UCR desconocía la existencia  de universidades francesas que enseñaran comunicación, periodismo  en televisión, o comunicación audiovisual. La Embajada de Francia, tampoco tenía información. Nunca antes, nadie había intentado optar por una beca en el extranjero. Y no era porque no las hubiera. Sencillamente, no había oferentes.
 El Agregado cultural de Francia, Mr. Moirin, un señor ya entrado en años, excombatiente de la II Guerra Mundial, de voz gangosa por su adicción a la pipa, de ojos  enrojecidos y  vidriosos y cabello canoso enseñaba literatura francesa en la Escuela de Lenguas Modernas. Mr. Moirin  me recomendó llamar a un becado de la Facultad de Economía de la UCR. Después de varios días de intentarlo al fin lo logré. En 1976, sólo existía el teléfono y las llamadas al extranjero eran costosas. Porque el correo tardaba varios meses en su viaje de ida y vuelta.  La conversación fue breve y  sólo se comprometió  a esperarnos  en el Aeropuerto Charles De Gaulle. No tenía ni tiempo ni interés en averiguar nada sobre universidades que enseñaran periodismo.  
En tales condiciones,  sin saber en cuál universidad matricularme  abordé el avión con mi familia, en agosto de 1976.  Ya en el aeropuerto,  el profesor de economía  nos llevó a un pequeño hotel cerca del Parc Montsourí  en el barrio 12 de París. Al día siguiente nos invitó a su apartamento para tomar el café. Después de ese acontecimiento, sólo nos dejó un trauma que nos acompañaría durante los primeros meses: “Aquí, la gente es muy delicada con la bulla en la noche. Procuren que su hija no llore porque los pueden echar del hotel”.
Sin ayuda de nadie y perdiéndome tan a menudo como la complejidad del Metro parisino lo exigía aprendí  a desplazarme por sus túneles.  También en solitario, debí recorrer universidades en busca de la carrera para la cual había sido becado. Sólo también, debí sobrevivir con mi ex esposa e hija. La ruta fue larga, estresante y difícil, al estilo empirista de ensayo y error.
  Años más tarde volví a ver  al primer tico que me recibió en París.  Enseñaba Principios de economía  y lo conocían como “el mamador”, pues  todos los alumnos le tenían miedo. Se comentaba que desde la primera lección señalaba con el dedo quiénes pasarían, unos 10 de  75. Amargado, tacaño, empresario hotelero, invivible.
El voto estudiantil y el de algunos profesores  intentaron expulsarme de la dirección de la ECCC.
Acepté la beca porque era una oportunidad única. Competí con un colega con mejores credenciales universitarias que las mías. Aquel era licenciado. Yo, apenas bachiller. Sin embargo, mi contrincante no gozaba de la simpatía del director. Yo, por mi cuenta había iniciado gestiones ante la Embajada de Francia para obtener un complemento de beca. Con esta carta negocié la beca ante la UCR. 
Viajé,  convencido de la sólida formación académica recibida en la Escuela de Periodismo. Sin embargo, muy lejos estaba de llenar el perfil de exigencia de la Universidad de Nanterre  (París X)  y del Instituto Francés de Prensa, adscrito a la Universidad de La Sorbona.  La  aureola de fama que acompañaba a la UCR era  una farsa. Al menos, en el área de la comunicación.  Por
estas razones no pude concluir el doctorado en los 4 años previstos. Apenas logré una maestría y un D.E.A. (Diploma de estudios profundos) que me daba derecho a un posterior doctorado. Pero para algunos colegas de la ECCC que recibieron la hospitalidad de mi hogar en París esos títulos eran insuficientes. Esos mismos colegas endosarían, más tarde, un voto de censura gestado por los estudiantes siendo yo, en 1992, director de la ECCC.
El voto estudiantil y de algunos profesores pretendía expulsarme de la dirección, por haber permitido el ingreso de 29 estudiantes que no alcanzaron por algunas milésimas, el promedio exigido de 90. Yo estaba convencido que las materias escogidas por la Asamblea de escuela para establecer el promedio ponderado de ingreso no estaban a la altura del nivel de exigencia de otras carreras con cupo restringido. Introducción a la sociología, Introducción a la computación, por ejemplo, no podían compararse con los requisitos exigidos por la Escuela de Cómputo, de Medicina, las Ingenierías, por citar algunas. De manera que calificar a la ECCC de una de las mejores por los promedios ponderados exigidos era un espejismo. Por otra parte, las políticas de la UCR,  de los años 90  con Luis Garita como rector apuntaban a abrir las aulas universitarias a un mayor número de estudiantes. Si bien se trataba de asuntos de política nacional, favorecía a los estudiantes con altos promedios. Pero el egoísmo de la dirigencia estudiantil, compartido por profesores de la ECCC que se creían el sumun de la inteligencia  pretendió prevalecer sobre  las expectativas de 29 estudiantes. Al final, con el apoyo de la Rectoría los 29 ingresaron y la ECCC recibió, a cambio, más tiempos completos, mejor equipamiento radiofónico y televisual para los cursos prácticos.  
Entre tanto, yo debí regresar a París en 1982-83. Esta vez viajé  sólo y mi estadía tomó un año, hasta obtener, ahora sí, el doctorado en ciencias de la expresión y la comunicación. La UCR me dio permiso con goce de salario y yo obtuve una beca de la OCDE, gracias a la ayuda del director de la ECCC de entonces, Mario Cordero.
Más de uno lloró la ausencia de Mamá.
En París, conocí el grado de dependencia que los ticos tienen de la Madre Patria, del hogar, del agua dulce, del gallo pinto, de la olla de carne. Es una dependencia umbilical mayúscula de la madre biológica. Hasta los ticos emperifollados y con apellidos de alcurnia  que desfilaron por nuestro apartamento situado en las afueras de París, una “banlieu” de obreros subvencionada por el Estado  sentían la nostalgia de la Madre Patria (es decir, de Mamá) y se refugiaban en nuestro hogar (calor alrededor del fuego  en el que se calientan los alimentos).  Más de uno lloró la ausencia de Mamá. Un sociólogo, de alto renombre en Costa Rica nos dejó como  recuerdo, además de sus  nostálgicas lágrimas,  sendas vomitadas por la combinación de tamal de chancho, guaro  Cacique y vino pinaut.
Los ticos nos visitaban en Navidad y el Día de la Madre. Aprovechábamos el envío de café, arroz, frijoles, masa para tortillas, tapa de dulce  y algún litro de Cacique que  mis suegros  (de entonces) nos  enviaban por medio de algún tico que viajaba a París. Para entonces, la vigilancia  fitosanitaria  en los aeropuertos era laxa, pues no existían las epidemias de fiebres con nombres variados, ni atentados terroristas. Eran años de gran abundancia en Europa y EEUU, aunque en nuestro país, el dólar  incrementó su valor en un 400% : de 8 colones por $1   pasó a  20  por $1 en 1992 y después fue aumentando hasta alcanzar los 500 colones por $1 de hoy.
Así desfilaron semióticos, connotados médicos, sociólogos, historiadores…
Nunca antes había salido de Tiquicia por más de 15 días.  Tampoco tenía por costumbre recibir visitas en mi casa, pues al no haberme criado en un hogar convencional durante mi niñez y adolescencia tampoco tuve la experiencia de compartir y socializar. De manera que al estar en un país extraño, sólo con mi ex -esposa y una hija, dependiendo exclusivamente de mi  beca universitaria, las visitas de paisanos significaban un momento especial para compartir vivencias de la lejana Tiquicia. Y de verdad que nos esmerábamos por ofrecer a nuestros anfitriones las mejores  atenciones.
Así desfilaron semióticos, médicos connotados, historiadores, sociólogos de apellidos reconocidos en el mundillo intelectual, abogados, lingüistas, etc.
Recuerdo el caso de un médico de honorable familia que nos visitaba a menudo a la hora de la cena porque su esposa no sabía cocinar (en Tiquicia tenía empleada pero no pudo llevarla porque el monto de la beca aumentaba significativamente y luego debía pagar la diferencia)  Después supe que prefería ahorrar en comida para comprarse un vehículo nuevo que podía luego importar sin impuestos, para  pasear por toda Europa, como en efecto lo hizo con su esposa e hijos y para regresar a Tiquicia en el período de vacaciones de invierno.
Médicos, historiadores, semióticos, abogados regresaron a Costa Rica con sendos títulos de doctores y ocuparon puestos de liderazgo en la UCR, en hospitales y montaron sus consultorios privados dejando atrás, en el olvido, los momentos de nostalgia y abrigo que encontraron en nuestro apartamento.
Ya en Costa Rica,  adoptaron sus verdaderos roles. Con grandes dificultades, un saludo y nada más. No recuerdo haber recibido de parte de alguno de ellos  una visita en nuestra humilde casa. Menos aun, un consejo para insertarme de nuevo en la Universidad de Costa Rica. Y cuando por asuntos de salud debí consultar a alguno de los médicos amigos de París,  el trato fue despectivo.
A decir verdad,  mi mayúscula ingenuidad me sirvió de caparazón para defenderme de  alguna que otra humillación o “chinita”.  Y seguí remando solo, como había aprendido a hacerlo desde mi más temprana adolescencia.
Los ticos somos como la perla escondida en la ostra.
 A partir de mi  experiencia en París  construí un concepto de la idiosincrasia tica utilizando  la metáfora de la perla dentro de la ostra. Esta metáfora se la expliqué a un colega iraní recién venido de Alemania, contratado por el director de turno de la ECCC. Resulta que este profesor, ya entrado en años  tenía asegurada su cátedra en una universidad alemana. Pero por alguna inexplicable razón, pues el profesor iraní no hablaba nada de español  apareció un día dictando un curso de periodismo en la ECCC.  Le ofrecieron  La Seca y la Meca y el profesor iraní creyó tales ofrecimientos.  Renunció a su cátedra en la universidad alemana y se trasladó a Costa Rica con su esposa costarricense. Pero en el momento de las decisiones, las condiciones de contratación propuestas  no correspondieron con la promesa del director.
 Yo me explico esta situación de la siguiente manera, le comenté al profesor iraní:   “los ticos somos como la perla escondida en la ostra. Brilla, atrae, se muestra en todo su esplendor. Es apetecida y el extranjero queda  cegado por su belleza. Pero luego, cuando la ostra se cierra,  ese extranjero nunca entiende qué pasó con su vida, en sus relaciones sociales con los ticos”.
Algunas personas  enfrentamos procesos de aprendizaje más largos, pesados, intensos, complejos y  dolorosos que otros. Como sucede con  una espada forjada en el yunque a punta de golpe y fuego.  Cada acontecimiento vivido en el momento no es percibido en todas sus posteriores implicaciones. Son respuestas inmediatas de sobrevivencia en las cuales se invierte toda la energía para ocuparnos en preocuparnos, como un karma arrastrado por generaciones. No obstante, los residuos de tales vivencias se van acumulando en nuestro inconsciente y son los que nos permiten enfrentar experiencias idénticas posteriores. Pero sobre todo, constituye el bagaje de experiencia que  trasmitiremos a nuestros hijos para  evitarles  procesos largos, intensos y dolorosos. Así, ellos  se economizan el tiempo invertido por sus progenitores  para adquirir experiencia y solo les resta disfrutar con plenitud a partir de los esfuerzos y sacrificios de sus padres.  Esta es, para mí, la principal función del hogar integrado, estable, armonioso, el primer eslabón de la construcción social de un Estado saludable emocionalmente, que  permita a todos sus habitantes disfrutar de la distribución equitativa de la riqueza, sin egoísmos, sin trampas, sin hipocresía.
En mi caso particular, creo que pude economizarme muchas de las experiencias aquí narradas, si hubiera contado con un hogar  que me transmitiera las vivencias de mis mayores.  Porque nada es más doloroso, con el transcurrir de los años que equivocarse sólo, si nadie con quien compartir, a priori, las decisiones de vida cotidiana que debemos tomar.
Ahí está, creo yo, el meollo de la estabilidad emocional y el disfrute pleno, con calidad de vida, de los integrantes de la sociedad. Es la inmensa ventaja que aporta la familia a sus hijos: la transmisión de experiencias, con sus avatares, acompañada de la seguridad de encontrar a alguien emocionalmente presente que estará ahí para responder con aplomo y amor a las  dudas existenciales y a las decisiones banales.

domingo, 24 de febrero de 2013

HISTORIAS DE VIDA: TICOS EN PARÍS…

HISTORIAS DE VIDA:  TICOS EN PARÍS…
Dr.  Luis Montoya Salas
Comunicólogo
“Los ticos somos como una perla preciosa  en el fondo de una ostra; pero…..”

Las notas agudas demolían  mis neuronas envolviéndome en una profunda e inexplicable emoción. 

El voto estudiantil y el de algunos profesores  intentó expulsarme de la dirección de la ECCC.

Más de uno lloró la ausencia de Mamá.
Así desfilaron semióticos, connotados médicos, sociólogos, historiadores…

“A cualquier lugar del mundo al que vayas, encontrarás  un tico”.
Esta frase la escuché, por primera vez, a principios de los años 80, en boca de algunos ticos que visitaban el apartamento que, en París, compartía con mi ex esposa y nuestra hija, de apenas 2 años.  Contaban, entre otras historias, el caso de un tico que oficiaba de faquir, encantador de serpientes,  en las  calles de Bagdad.   
Quienes viajaban a menudo comentaban, que los ticos eran fáciles de identificar en los aviones de LACSA (la aerolínea  más utilizada gracias a su bandera nacional). Esta empresa  obsequiaba   licores   en sus vuelos; y los ticos de pico flojo se emborrachaban  y armaban una  algarabía con sus “ticos, ticoooooooos” en coro,  sin considerar la idiosincrasia de los otros pasajeros. 
Hace 30 años era difícil  atravesar “el charco” (el Océano Atlántico) para realizar estudios especializados en alguna universidad europea.  Yo tuve la dicha de ser el primer bachiller de la  Escuela de Periodismo en dar el gran salto. Obtuve una beca por 4 años para especializarme  en comunicación audiovisual.
 Escogí París, porque en los cursos de francés que seguí en la Alianza Francesa proyectaban unos filmes en blanco y negro con un dominante color sepia cuyos  efectos de luz le imprimían al ambiente un aire de misteriosa nostalgia. Sin duda,  en alguna vida anterior  había estado ahí, mirando  las sombras grises del imponente Trocadéro,  muy cerca de la  Tour Eiffel. Y Le Panthéon me abría sus puertas para desfilar ante los féretros de las grandes personalidades de la literatura, la ciencia,  la política francesa. 
Las notas agudas demolían  mis neuronas envolviéndome en una profunda e inexplicable emoción.   
 A medida que el narrador francés describía las imágenes,  las luces  de un blanco intenso irradiando de los faroles a lo largo de las anchas avenidas  le imprimía vida  a los vehículos modelo 50, 60 que dejaban sutiles estelas,  perdiéndose  en la neblina de la noche. Y las sombras de los  árboles adquirían formas de  soldados,  guardianes de la Ciudad de la Luz” . Los edificios,  silueteados en negro adquirían una dignidad, una majestuosidad pero al mismo tiempo un misterio que estimulaba a buscar en sus adentros recónditos secretos.  Y  al tiempo que los bateaux mouches ,  esos barcos  turísticos con techo transparente   transportaban incansables por el río Sena a los turistas recién venidos, la música, con sus predominantes  notas agudas demolía mis neuronas envolviéndome en una profunda e inexplicable emoción.    

Nos dejó en un hotelito cerca del Parc Montsourí  en el barrio 12 de París
Por aquellos años, la UCR desconocía la existencia  de universidades francesas que enseñaran comunicación, periodismo  en televisión, o comunicación audiovisual. La Embajada de Francia, tampoco tenía información. Nunca antes, nadie había intentado optar por una beca en el extranjero. Y no era porque no las hubiera. Sencillamente, no había oferentes.
 El Agregado cultural de Francia, Emile Moirin, un señor ya entrado en años, excombatiente de la II Guerra Mundial, de voz gangosa por su adicción a la pipa, de ojos  enrojecidos y  vidriosos y cabello canoso enseñaba literatura francesa en la Escuela de Lenguas Modernas. Mr. Moirin  me recomendó llamar a un becado de la Facultad de Economía de la UCR. Después de varios días de intentarlo al fin lo logré. En 1976, sólo existía el teléfono y las llamadas al extranjero eran costosas. Porque el correo tardaba varios meses en su viaje de ida y vuelta.  La conversación fue breve y  sólo se comprometió  esperarnos  en el Aeropuerto Charles De Gaulle. No tenía ni tiempo ni interés en averiguar nada sobre universidades que enseñaran periodismo.  
En tales condiciones,  sin saber en cuál universidad matricularme  abordé el avión con mi familia, en agosto de 1976.  Ya en el aeropuerto,  el profesor de economía  nos llevó a un pequeño hotel cerca del Parc Montsourí  en el barrio 12 de París. Al día siguiente nos invitó a su apartamento para tomar el café. Después de ese acontecimiento, sólo nos dejó un trauma que nos acompañaría durante los primeros meses: “Aquí, la gente es muy delicada con la bulla en la noche. Procuren que su hija no llore porque los pueden echar del hotel”.
Sin ayuda de nadie y perdiéndome tan a menudo como la complejidad del Metro parisino lo exigía aprendí  a desplazarme por sus túneles.  También en solitario, debí recorrer universidades en busca de la carrera para la cual había sido becado. Sólo también, debí sobrevivir con mi ex esposa e hija. La ruta fue larga, estresante y difícil, al estilo empirista de ensayo y error.
  Años más tarde volví a ver  al primer tico que me recibió en París.  Enseñaba Principios de economía  y lo conocían como “el mamador”, pues  todos los alumnos le tenían miedo. Se comentaba que desde la primera lección señalaba con el dedo quiénes pasarían, unos 10 de  75. Amargado, tacaño, empresario hotelero, invivible.
El voto estudiantil y el de algunos profesores  intentó expulsarme de la dirección de la ECCC.
Acepté la beca porque era una oportunidad única. Competí con un colega con mejores credenciales universitarias que las mías. Aquel era licenciado. Yo, apenas bachiller. Sin embargo, mi contrincante no gozaba de la simpatía del director. Yo, por mi cuenta había iniciado gestiones ante la Embajada de Francia para obtener un complemento de beca. Con esta carta negocié la beca ante la UCR. 
Viajé,  convencido de la sólida formación académica recibida en la Escuela de Periodismo. Sin embargo, muy lejos estaba de llenar el perfil de exigencia de la Universidad de Nanterre  (París X)  y del Instituto Francés de Prensa, adscrito a la Universidad de La Sorbona.  La  aureola de fama que acompañaba a la UCR era  una farsa. Al menos, en el área de la comunicación.  Por estas razones no pude concluir el doctorado en los 4 años previstos. Apenas logré una maestría y un D.E.A. (Diploma de estudios profundos) que me daba derecho a un posterior doctorado. Pero para algunos colegas de la ECCC que recibieron la hospitalidad de mi hogar en París esos títulos eran insuficientes. Esos mismos colegas endosarían, más tarde, un voto de censura gestado por los estudiantes siendo yo, en 1992, director de la ECCC.
El voto estudiantil y de algunos profesores pretendía expulsarme de la dirección, por haber permitido el ingreso de 29 estudiantes que no alcanzaron por algunas milésimas, el promedio exigido de 90. Yo estaba convencido que las materias escogidas por la Asamblea de escuela para establecer el promedio ponderado de ingreso no estaban a la altura del nivel de exigencia de otras carreras con cupo restringido. Introducción a la sociología, Introducción a la computación, por ejemplo, no podían compararse con los requisitos exigidos por la Escuela de Cómputo, de Medicina, las Ingenierías, por citar algunas. De manera que calificar a la ECCC de una de las mejores por los promedios ponderados exigidos era un espejismo. Por otra parte, las políticas de la UCR,  de los años 90  con Luis Garita como rector apuntaban a abrir las aulas universitarias a un mayor número de estudiantes. Si bien se trataba de asuntos de política nacional, favorecía a los estudiantes con altos promedios. Pero el egoísmo de la dirigencia estudiantil, compartido por profesores de la ECCC que se creían el sumun de la inteligencia  pretendió prevalecer sobre  las expectativas de 29 estudiantes. Al final, con el apoyo de la Rectoría los 29 ingresaron y la ECCC recibió, a cambio, más tiempos completos, mejor equipamiento radiofónico y televisual para los cursos prácticos.  
Entre tanto, yo debí regresar a París en 1982-83. Esta vez viajé  sólo y mi estadía tomó un año, hasta obtener, ahora sí, el doctorado en ciencias de la expresión y la comunicación. La UCR me dio permiso con goce de salario y yo obtuve una beca de la OCDE, gracias a la ayuda del director de la ECCC de entonces, Mario Cordero.
Más de uno lloró la ausencia de Mamá.
En París conocí el grado de dependencia que los ticos tienen de la Madre Patria, del hogar, del agua dulce, del gallo pinto, de la olla de carne. Es una dependencia umbilical mayúscula de la madre biológica. Hasta los ticos emperifollados y con apellidos de alcurnia  que desfilaron por nuestro apartamento situado en las afueras de París, una “banlieu” de obreros subvencionada por el Estado  sentían la nostalgia de la Madre Patria (es decir, de Mamá) y se refugiaban en nuestro hogar (calor alrededor del fuego  en el que se calientan los alimentos).  Más de uno lloró la ausencia de Mamá. Un sociólogo, de alto renombre en Costa Rica nos dejó como  recuerdo, además de sus  nostálgicas lágrimas,  sendas vomitadas por la combinación de tamal de chancho, guaro  Cacique y vino pinaut.
Los ticos nos visitaban en Navidad y el Día de la Madre. Aprovechábamos el envío de café, arroz, frijoles, masa para tortillas, tapa de dulce  y algún litro de Cacique que  mis suegros  (de entonces) nos  enviaban por medio de algún tico que viajaba a París. Para entonces, la vigilancia  fitosanitaria  en los aeropuertos era laxa, pues no existían las epidemias de fiebres con nombres variados, ni atentados terroristas. Eran años de gran abundancia en Europa y EEUU, aunque en nuestro país, el dólar  incrementó su valor en un 400% : de 8 colones por $1   pasó a  20  por $1 en 1992 y después fue aumentando hasta alcanzar los 500 colones por $1 de hoy.
Así desfilaron semióticos, connotados médicos, sociólogos, historiadores…
Nunca antes había salido de Tiquicia por más de 15 días.  Tampoco tenía por costumbre recibir visitas en mi casa, pues al no haberme criado en un hogar convencional durante mi niñez y adolescencia tampoco tuve la experiencia de compartir y socializar. De manera que al estar en un país extraño, sólo con mi ex -esposa y una hija, dependiendo exclusivamente de mi  beca universitaria, las visitas de paisanos significaban un momento especial para compartir vivencias de la lejana Tiquicia. Y de verdad que nos esmerábamos por ofrecer a nuestros anfitriones las mejores  atenciones.
Así desfilaron semióticos, médicos connotados, historiadores, sociólogos de apellidos reconocidos en el mundillo intelectual, abogados, lingüistas, etc.
Recuerdo el caso de un médico de honorable familia que nos visitaba a menudo a la hora de la cena porque su esposa no sabía cocinar (en Tiquicia tenía empleada pero no pudo llevarla porque el monto de la beca aumentaba significativamente y luego debía pagar la diferencia)  Después supe que prefería ahorrar en comida para comprarse un vehículo nuevo que podía luego importar sin impuestos, para  pasear por toda Europa, como en efecto lo hizo con su esposa e hijos y para regresar a Tiquicia en el período de vacaciones de invierno.
Médicos, historiadores, semióticos, abogados regresaron a Costa Rica con sendos títulos de doctores y ocuparon puestos de liderazgo en la UCR, en hospitales y montaron sus consultorios privados dejando atrás, en el olvido, los momentos de nostalgia y abrigo que encontraron en nuestro apartamento.
Ya en Costa Rica,  adoptaron sus verdaderos roles. Con grandes dificultades, un saludo y nada más. No recuerdo haber recibido de parte de alguno de ellos  una visita en nuestra humilde casa. Menos aun, un consejo para insertarme de nuevo en la Universidad de Costa Rica. Y cuando por asuntos de salud debí consultar a alguno de los médicos amigos de París,  el trato fue despectivo.
A decir verdad,  mi mayúscula ingenuidad me sirvió de caparazón para defenderme de  alguna que otra humillación o “chinita”.  Y seguí remando solo, como había aprendido a hacerlo desde mi más temprana adolescencia.
Los ticos somos como la perla escondida en la ostra.
 A partir de mi  experiencia en París  construí un concepto de la idiosincrasia tica, a partir de la metáfora de la perla dentro de la ostra. Esta metáfora se la expliqué a un colega iraní recién venido de Alemania, contratado por el director de turno de la ECCC. Resulta que este profesor, ya entrado en años  tenía asegurada su cátedra en una universidad alemana. Pero por alguna inexplicable razón, pues el profesor iraní no hablaba nada de español  apareció un día dictando un curso de periodismo en la ECCC.  Le ofrecieron  La Seca y la Meca y el profesor iraní creyó tales ofrecimientos.  Renunció a su cátedra en la universidad alemana y se trasladó a Costa Rica con su esposa costarricense. Pero en el momento de las decisiones, las condiciones de contratación propuestas  no correspondieron con la promesa del director.
 Yo me explico esta situación de la siguiente manera, le comenté al profesor iraní:   “los ticos somos como la perla escondida en la ostra. Brilla, atrae, se muestra en todo su esplendor. Es apetecida y el extranjero queda  cegado por su belleza. Pero luego, cuando se cierra,  ese extranjero nunca entiende qué pasó con su vida, en sus relaciones sociales con los ticos”.
Algunas personas  enfrentamos procesos de aprendizaje más largos, pesados, intensos, complejos y  dolorosos que otros. Como sucede con  una espada forjada en el yunque a punta de golpe y fuego.  Cada acontecimiento vivido en el momento no es percibido en todas sus posteriores implicaciones. Son respuestas inmediatas de sobrevivencia en las cuales se invierte toda la energía para ocuparnos en preocuparnos, como un karma arrastrado por generaciones. No obstante, los residuos de tales vivencias se van acumulando en nuestro inconsciente y son los que nos permiten enfrentar experiencias idénticas posteriores. Pero sobre todo, constituye el bagaje de experiencia que  trasmitiremos a nuestros hijos para  evitarles el proceso largo, intenso y doloroso vivido por sus padres. Así, ellos  se economizan el tiempo invertido por sus padres para adquirir la experiencia y solo les resta disfrutar con plenitud a partir de los esfuerzos y sacrificios de sus padres.  Esta es, para mí, la principal función del hogar integrado, estable, armonioso, el primer eslabón de la construcción social de un Estado saludable emocionalmente, que le permita a todos sus habitantes disfrutar de la distribución equitativa de la riqueza, sin egoísmos, sin trampas, sin hipocresía.
En mi caso particular, creo que muchas de las experiencias aquí narradas pude economizármelas si hubiera contado con un hogar en el que se transmitieran las vivencias de mis mayores.  Porque nada es más doloroso, con el transcurrir de los años que equivocarse sólo, si nadie con quien compartir, a priori, las decisiones de vida cotidiana que debemos tomar.
Ahí está, creo yo, el meollo de la estabilidad emocional y el disfrute pleno, con calidad de vida, de los integrantes de la sociedad. Es la inmensa ventaja que aporta la familia a sus hijos: la transmisión de experiencias, con sus avatares, acompañada de la seguridad de encontrar a alguien emocionalmente presente que estará ahí para responder con aplomo y amor a las  dudas existenciales y a las decisiones banales.

martes, 5 de febrero de 2013

ESCLAVOS DE LA PIEDRA.



ESCLAVOS  DE LA PIEDRA.
(Historias de vida, circunstancias del tiempo)

Dr. Luis Montoya Salas
Comunicólogo
(Historia real. Se cambian los nombres de los personajes, así como el lugar de trabajo, para evitar problemas legales)

Jorge marcó el celular que Ana le dio. Dos días después se reunían con el propietario de la lechería La Piedra, en algún lugar del extenso Guanacaste. Hablaron de las condiciones laborales y salariales. La pareja trabajaría, inicialmente, de 4 a 8 de la mañana ordeñando vacas; y lo mismo debía hacer de 4 de la tarde a 8 de la noche. Por este trabajo ganarían 80 mil colones quincenales cada uno, a razón de 8 horas diarias.  Durante las primeras semanas se entrenarían para asumir posteriormente la administración de una nueva lechería, con un mejor salario.

Jorge trabajó desde los 12 años con su padre, un astuto negociante y contratista de maderas…
Al “coyote” le pagaron con la venta de las joyas de su madre.
Ana se fugó de la cárcel de menores, antes de cumplir su condena.
Ana, al igual que Jorge, sólo tenía estudios básicos de primaria.
Ana nunca devengó salario fijo. Tampoco cotizó para el seguro.

Llegaron a la lechería a las 6 de la tarde, en domingo.

La pareja recién llegada no tenía prisa, pues sus planes eran quedarse ahí por muchos años.
A gritos y con brincos desaforados por la ira, el patrón llamó a Jorge para despedirlo
¡Imposible! Hace apenas unas horas, la patrona me comentó que nos  entrenaban para administrar la nueva lechería…
Ana madrugó, pero no para ordeñar vacas.
Jorge y Ana estaban “completamente limpios”. Sólo contaban con la fe en Dios.
Ana y Jorge no eran los primeros (ni serían los últimos y únicos) que caían en la trampa perversa urdida por este señor, portador de uno de los apellidos más aristocráticos del país y dueño de una inmensa fortuna, según les contaron en el centro de población.
Ana y Jorge prefirieron enfrentar la burla, la humillación, el robo, el engaño, el desprecio, el mal trato y groserías de parte de un señor aparentemente honorable y de palabra.


4:00 de la tarde. Ana terminó sus compras semanales en el centro de Upala, tal y como lo hacía cada sábado. Sólo le faltaba tomarse su cafecito con empanada de queso, para abordar el bus de San Gabriel, de regreso a casa.
De pronto, como si aquella hoja pegada en la pared de la soda le hiciera señas, esta mujer de 38 años se sintió atraída por el texto: “Se necesita pareja joven para trabajar en lechería. Interesados llamar al teléfono……”
Durante el recorrido de 30 minutos, Ana meditó: Esto no es coincidencia. Debe ser la respuesta de mi Dios a las promesas que le hice de dejar el cigarrillo, la cerveza y hasta el karaoke. Aquí está el  trabajito que espero desde hace muchos años para vivir una comodidad humilde, junto a mis hijas.
Ana no esperó hasta llegar a la casa para contarle a Jorge, su compañero, acerca del aviso.  Lo llamó de inmediato: - “Llame a este celular para averiguar detalles y luego conversamos…”  
Jorge trabajó desde los 12 años con su padre, un astuto negociante y contratista de maderas…
Jorge es oriundo de Pital, Trabajó desde los 12 años con su padre, un astuto negociante y contratista de maderas y tubérculos. Por esta circunstancia, sólo cursó hasta tercer año de primaria. Y mientras su padre perdía millones de colones, por culpa del alcohol, Jorge llevaba el sustento familiar trabajando en una piñera, desde los 16 años. 
Ana tenía 9 años cuando su madre se la trajo como “mojada”, desde Nicaragua. Huían de la revuelta sandinista durante la década perdida en la Centro América de los 80. Toda la región, con excepción de Costa Rica, ardía en guerras civiles provocadas por dictaduras militares de derecha, con el apoyo económico y militar del ex presidente Ronald Reagan.
Al “coyote” le pagaron con la venta de las joyas de su madre
La travesía de Ana por la inhóspita montaña fronteriza demoró cerca de 200 días con sus horas, minutos y segundos, cada uno marcado por la sobrevivencia ante los ataques de la Contra, de los piricuacos; de las mordeduras de serpientes, las picaduras de mosquitos, pulgas y piojos, cuando no de los ataques de neumonía, pulmonía, asma, diarreas, pues dormían a la intemperie recibiendo en sus cuerpos las lluvias torrenciales e interminables de la zona norte; y comían lo que la montaña les diera: guineos, mangos, naranjas, yuca… Al “coyote” le pagaron con la venta de las joyas de su madre y hasta compraron una mula que no les duró más de dos semanas, pues debieron matarla, para no morir de hambre.
Con su status de refugiada, la madre de Ana pudo escoger entre Canadá, EEUU y Costa Rica para vivir. Pero prefirió quedarse cerquita de su Nicaragüita, pues albergaba la fe en un pronto regreso. La acogida que al principio Costa Rica brindó a los emigrantes cegó la intuición racional y calculadora de la madre de Ana respecto de las oportunidades que estos  países ofrecían.
Ana se fugó de la cárcel de menores, antes de cumplir su condena
Así, una decisión inocentemente distorsionada por el entorno caótico de la guerra, originó la escalada de desventuras que llevarían a Ana, desde la casa de una reconocida periodista presentadora de noticias en la cual trabajaba como empleada doméstica, hasta la cárcel, acusada injustamente, del robo de las joyas de aquella.
Ana se fugó de la cárcel de menores, antes de cumplir su condena y trabajó en oficios domésticos; también, como vendedora de paquetes turísticos que resultaron ser una estafa y en restaurantes y bares. Hasta que un día se hartó del San José de noche y decidió refugiarse en el campo. Viajó a Pital para visitar a una prima.
Jorge y Ana se conocieron en el Bar Las 4 esquinas de PItal. Era una noche septembrina coronada por un torrencial aguacero. Ambos escampaban ahí y entablaron conversación. Así, Ana supo que a  Jorge lo habían despedido de la piñera y sus padres tampoco lo querían en la casa.    
Ana, al igual que Jorge, sólo tenía estudios básicos de primaria
Dos historias de vida se habían encontrado en circunstancias de tiempo trazadas quizás, muchos años antes, por el destino. Ahí acordaron que algún día viajarían a Upala a buscar nuevas oportunidades.
Ana, al igual que Jorge, sólo tenía estudios básicos de primaria. Esta condición limitaba sus posibilidades de trabajo en las  piñeras, los bares y las sodas. Y en esos tres campos trabajaron por temporada, hasta que aquella hoja blanca en la pared de una soda upaleña les abrió las puertas de la esperanza.
Jorge marcó el celular que Ana le dio. Dos días después se reunían con el propietario de la lechería La Piedra, en algún lugar del extenso Guanacaste. Hablaron de las condiciones laborales y salariales. La pareja trabajaría, inicialmente, de 4 a 8 de la mañana ordeñando vacas; y lo mismo debía hacer de 4 de la tarde a 8 de la noche. Por este trabajo ganarían 80 mil colones quincenales cada uno, a razón de 8 horas diarias.  Durante las primeras semanas se entrenarían para asumir posteriormente la administración de una nueva lechería, con un mejor salario.
Ana nunca devengó salario fijo. Tampoco cotizó para el seguro
Esta conversación entusiasmó a Ana y Jorge. Regresaron a su casa ilusionados por iniciar, ahora sí, un proyecto de vida más firme, estable y armónico.
Semanas antes, Jorge había sido despedido y recontratado en una piñera.  Esto causó envidias y rencillas de sus superiores inmediatos, expresadas en forma de acoso laboral. La situación llegó al extremo de la amenaza de un nuevo y tempranero despido. Lógico es pensar que Jorge alimentara la ilusión de sentar reales en otro lugar.
Ana nunca devengó salario fijo. Tampoco cotizó para el seguro. Tenía ahora, por primera vez, la oportunidad de hacer algo más útil y productivo de su vida. Jorge estaba desesperado por salir de aquel  ambiente laboral negativo. Era necesario, como nunca antes, que el trabajo en la lechería  se hiciera realidad.
Al fin, el dueño de la lechería aceptó emplearlos y les envió un camión para que transportaran sus enseres desde Upala, hasta su nuevo hogar.
Llegaron a la lechería a las 6 de la tarde, en domingo
Jorge renunció a la piñera, con el aire del conquistador de nuevos lares. Una semana después empacaron sus escasas pertenencias y partieron. Orgullosos y emocionados por la decisión tomada, se despidieron de amigos y parientes. Ahora Upala estaba muy lejos, en sus pensamientos y emociones.
Llegaron a la lechería a las 6 de la tarde, en domingo. Un corto recibimiento por parte de la esposa del propietario. Al día siguiente visitaron el lugar de trabajo, pero nadie les explicó qué y cómo debían hacer. Ana debió aprender preguntando a quien no era su jefe inmediato, pues desde el momento en que la vio, éste le dijo: “yo con usted no quiero nada”.
La pareja recién llegada no tenía prisa, pues sus planes eran quedarse ahí por muchos años.
Hasta el martes empezó el ordeño. La pareja recién llegada no tenía prisa, pues sus planes eran quedarse ahí por muchos años. “Aquí tenemos empleados que llevan hasta 10 años, les comentó el patrón, asegurándoles que tendrían trabajo para rato. Al día siguiente, el patrón le asignó a Jorge, además del ordeño, la custodia de la bodega, la limpieza de la piscina, y trabajos misceláneos. Ana se quedó en la lechería. Ese día, el patrón cambió las reglas del juego.  Ahora, Ana ordeñaría vacas; y además,  atendía a la esposa del dueño. Así debió cocinar y preparar la mesa para unos invitados que llegaron a la finca, en helicóptero. Se trataba de uno  de los hombres más ricos del país, quien comentó de manera descuidada, haber perdido más de 100 millones de colones en un negocio.
A gritos y con brincos desaforados por la ira, el patrón llamó a Jorge para despedirlo
Ese día, Ana solo descansó 2 horas de las 7 que debía esperar para el turno de las 4:00 -8:00 p.m. En un solo un día, la pareja recién llegada pasaba a trabajar 12 horas diarias. El mismo número de horas que trabajaron, hasta que llegó la nefasta y desastrosa mañana del sábado.
A gritos y con brincos desaforados por la ira, el patrón llamó a Jorge para despedirlo, porque “le caía mal su manera de ser”; y porque, “al no entregar a tiempo un material de construcción, los operarios pasaron de vagos y él perdió mucho dinero” No aceptó las explicaciones de Jorge, quien trató de contactarlo por teléfono durante toda la mañana, para comentarle que había perdido las llaves de la bodega; pero su celular estaba apagado.  ¿Y por qué no lo buscó en la casa? Le preguntó Ana. Porque me tenían prohibido abandonar el trabajo, respondió Jorge. Pero el dueño de la lechería fue más allá: los amenazó con rebajarles del salario, el pago del alquiler del camión que les prestó para traerlos desde Upala y la reposición de las llaves perdidas.
¡Imposible! Hace apenas unas horas, la patrona me comentó que nos  entrenaban para administrar la nueva lechería…
Cuando Ana se enteró del despido de Jorge quedó atónita, paralizada, sin habla y casi sin aliento. No podía creerlo y menos entenderlo. Se puso pálida y su corazón latió con la fuerza del miedo. ¿Qué? atinó a gritar. ¡Imposible! Hace apenas unas horas, la patrona me comentó que nos  entrenaban para administrar la nueva lechería…
Ana no pudo dormir esa noche y llamó, de nuevo a Dios: “Sabes cuánto he soportado, desde que mi madre me trajo a este país. ¿Debo seguir recibiendo garrote? Y a esta pregunta recibió una respuesta inesperada. Por primera vez en toda su vida, Ana recibía una noticia de tal magnitud e implicaciones con una actitud pausada y objetiva. En lugar de darle rienda suelta a su ira y emprenderla a gritos con los patrones, como tenía costumbre, repasó la situación y estudió las posibilidades de liberarse de la trampa que les tendían: Los despidió, pero al mismo tiempo, les ofreció una alternativa temporal: contratarlos por 15 días, mientras conseguían otro trabajo. Desocuparían la casa que habitaban cuando llegaron y se mudarían a otra más al fondo de la finca de 2,000 hectáreas de tierra. Y ahora se encargarían de labores agrícolas en el campo, con un salario inferior: 300 colones la hora. Comprendió que no podía seguir así,  sometida a los vaivenes del estado de ánimo de otra persona igual a ella, sólo que con poder económico. Y con la fortaleza que todas las humillaciones recibidas durante su vida le transmitieron y que Ana no había demostrado le dijo al patrón: “Ustedes me cambiaron las reglas del juego. Así no se vale. Y hoy mismo nos vamos”.
Ana madrugó, pero no para ordeñar vacas.
Al instante, el rostro del patrón se tiñó de un rojo intenso y las venas de ambos lados del cuello se le embotaron de sangre. Por segunda daba brinquitos de ira y se llevaba las manos a la cabeza para jalarse las pocas mechas que tenía. 
Ana madrugó, pero no para ordeñar vacas. Aunque sus días laborales también contemplaban 3 domingos al mes y un domingo libre. En cambio, debió preparar su regreso a Upala a la cual apenas una semana antes habían renunciado. El patrón llegó temprano para amenazarlos: “Desalojan con todos sus chunches antes de las 2 de la tarde, o los saco yo con la policía. Y juéguensela  para llevarse sus cosas,  porque no les pagaré ni un centavo de su pago”.  
Jorge y Ana estaban “completamente limpios”. Sólo contaban con la fe en Dios.
Jorge y Ana estaban “completamente limpios”. Sólo contaban con la fe en Dios. Caminaron una hora hasta el centro de población y ahí contrataron un camión que les cobró 75,000 colones. Con amigos upaleños consiguieron, de palabra, el dinero, para el retorno.
La pareja recién llegada fue obligada por el capricho del patrón a esperar hasta las  5 de la tarde. Pero como no quería pagarles Jorge lo buscó y lo emplazó. Sólo les dio 50 mil colones: 25 mil colones a cada uno por el trabajo de 4 días de 10 horas diarias. Es decir, el promedio de 40 horas de trabajo por cada uno, para un total de 8 días de 20 horas diarias; o lo que es lo mismo, 80 horas de trabajo  por los dos, a razón de 250 colones la hora por cada uno. Estos no habían sido los términos acordados en la primera y única cita que tuvieron con el dueño de la lechería La Piedra. Por eso, de continuar ahí, entre más horas trabajaran menos ganarían, proporcionalmente. Y como a los 50 mil colones debieron agregarle 25 mil colones prestados, no solo no ganaron nada sino que dejaron de percibir más de 30 mil colones, más 16 horas de trabajo entre los dos, que le “donaron” a su ex patrón. ¿Podrían cobrar legalmente esas horas y esa suma en los tribunales de Trabajo? Algunas personas que anteriormente trabajaron para ese patrón les aconsejaron no perder el tiempo, pues su apellido era uno de los  más influyentes de la región.
Ana y Jorge no eran los primeros (ni serían los últimos y únicos) que caían en la trampa perversa urdida por este señor, portador de uno de los apellidos más aristocráticos del país y dueño de una inmensa fortuna, según les contaron en el centro de población.
Ana y Jorge regresaron a Upala, con sus ilusiones destrozadas. Ni en los peores trabajos que desempeñaron duraron tan pocos días. Jamás imaginaron que el costo en energías y desgaste emocional de dejar todo en Upala se esfumaría en sólo 5 días. Aquel adagio popular según el cual los tratos se sellan con el pelo de un bigote quedó enterrado por el polvo pertinaz que inundaba toda la casa y toda la zona, con sus fuertes vendavales. Jorge y Ana recurrieron a amigos para que les averiguaran si todo cuanto acontecía era legal, o si podían entablar juicio. Pero por tratarse de 5 días de trabajo, sólo tenían derecho al seguro y al salario y ninguna otra indemnización por el viaje, ni por la ruptura intempestiva del contrato verbal. Tampoco el patrón tenía la obligación de resarcirles nada por concepto de daño material y moral.
Ana y Jorge no eran los primeros (ni serían los últimos y únicos) que caían en la trampa perversa urdida por este señor, portador de uno de los apellidos más aristocráticos del país y dueño de una inmensa fortuna, según les contaron en el centro de población. Primero los endulzaba con la promesa de prepararlos para administrar la nueva lechería. Se aseguraba que no tuvieran recursos, ni medios ni posibilidades de retornar a su lugar de origen. Y después, los despedía, al tiempo que les ofrecía otra oportunidad, en el campo, con un salario inferior y con más horas de trabajo y un solo domingo libre, al mes.
Ana y Jorge prefirieron enfrentar la burla, la humillación, el robo, el engaño, el desprecio, el mal trato y groserías de parte de un señor aparentemente honorable y de palabra.
Esta pareja había recorrido mucho camino como para aceptar esa nueva oferta de hambre y esclavitud. Y a diferencia de los otros 8 trabajadores que ahí quedaron, la mayoría de ellos indocumentados, Ana y Jorge prefirieron enfrentar la burla, la humillación, el robo, el engaño, el desprecio, el mal trato y groserías de parte de un señor aparentemente honorable y de palabra con todo y el daño colateral de los efectos de esta violenta y negativa experiencia sobre su estima, que continuar ahí, con la incertidumbre pendiente sobre sus ilusiones. Pues si a escasos 4 días de trabajo los despedía, ¿qué no podría hacer más adelante?
Así, Ana y Jorge dejaron atrás la experiencia más dura, intensa y breve  de sus vidas.
En cuanto al dueño de esta lechería, aunque nada le falta, se consume en una inexplicable amargura que lo hace irascible e irracional, como si el amor por la vida lo hubiera abandonado, hace muchos años.